martes, 9 de agosto de 2011

José Luis Romero, La cultura occidental (Nicolás)

RESUMEN: José Luis Romero. La cultura occidental, del mundo romano al siglo XX. Editorial Siglo Veintiuno. Buenos Aires. 2011

El complejo cultural resultante de la interacción de elementos romanos, hebreo-cristianos y germánicos que se constituyó en el Occidente de Europa afirmó la Cultura Occidental.
El legado romano constituía una sólida realidad, la cultura occidental se desarrollo sobre suelo romano, y la romanizad debía aportarle sus estructuras fundamentales. La romanización fue mucho más intensa en el Oeste de Europa que en el Este. Lo que se llamo Imperio Romano de Occidente no contaba con tradiciones indígenas de gran alcurnia. Iberos, Celtas, Italiotas y otros grupos menores cubrían las tierras que los romanos conquistaron durante la época republicana, y ninguno de ellos pudo resistir a la capacidad de catequesis de que dio prueba roma.
Bajo el peso del orden político y jurídico romano, apenas subsistió nada de las tradiciones de las poblaciones indígenas del Occidente, y lo que subsistió procuró adecuarse al riguroso marco que lo constreñía.
El vigoroso formalismo romano plasmó una idea del mundo que reemplazó a los débiles de creencias tradicionales de las poblaciones indígenas del Occidente, ese formalismo romano que consistió, una tendencia a crear sólidas estructuras convencionales para conformar el sistema de la convivencia. Tras el formalismo se ocultaba un realismo muy vigoroso, realismo que operaba eficazmente sobre la vida práctica confiriéndole a la experiencia a la experiencia un alto valor muy por encima de la pura contemplación. Esto llevaba a un activismo radical y a un individualismo acentuado.
Como miembro de una comunidad política, el romano aspiraba a realizarse como ciudadano, distinguiéndose en las funciones públicas, recorriendo el cursus honorum y alcanzando una gloria terrena cuya expresión era la perennidad del recuerdo. Riqueza y poder acompañaban subrepticiamente a esa idea de gloria obtenida por el servicio de la comunidad, como aspiraciones del romano, para quien la vida se realizaba sobre el mundo terreno y para quien la muerte constituía ese vago reino de sombras que Virgilio abría descripto en el canto VI de la Eneida.
Ahora bien, la difusión del cristianismo contribuyó a la crisis del Imperio, pues el cristianismo, en efecto, condenó radicalmente esta concepción de la vida. Religión de origen oriental, religión de salvación, religión de conciencia, el cristianismo negaba de modo categórico el valor supremo de la vida terrena y transfería el acento a la vida eterna que esperaba al hombre después de su muerte.
Vanidad era la riqueza, el poder y la gloria que podían adquirirse en la ciudad terrestre, a la que el cristianismo oponía la ciudad celeste, la verdadera ciudad de Dios. Vanidad era el amor humano, el goce intelectual, el refinamiento de la sensualidad, la acción. Vanidad era pues la vida misma tal como el romano la concebía, y quien se entregaba al cristianismo desertaba inevitablemente de la romanizad. El número de cristianos creció, se organizó la iglesia, y finalmente la iglesia desalojó a la religión de la triada capitolina por decisión de Teodosio el Grande. ¿Cómo se organizó la iglesia? Según el esquema del Imperio, y cuando éste cayó, subsistió esa nueva organización. Frente a los germanos que asumieron la dirección política de los nuevos reinos, y frente a la nueva realidad que esos reinos configuraron, el legado cristiano se ofreció de diversas maneras. Consistió, ante todo, en la organización eclesiástica que el imperio había alojado, en la idea de un orden jerárquico de fundamento divino y en la idea de ciertos deberes formales del hombre frente a la divinidad. Este legado fue adoptado tras las invasiones germánicas por una sociedad constituida sobre el hecho de la conquista, y convulsionado por los fenómenos de acomodación social que siguieron a ésta.
Frente a los otros dos, el legado germánico fue el más simple. Los conquistadores traían consigo una idea de la vida menos elaborada, más espontánea y más libre. Creían en lo que hay de naturaleza en el hombre y exaltaban sobre todo el valor y la destreza, el goce primario de los sentidos y la satisfacción de los apetitos. El ideal heroico encarnaba su suprema aspiración, y lo impusieron como desiderátum cuando constituyeron las aristocracias de los reinos que fundaron por la conquista.
Los tres legados confluyeron en las nuevas sociedades que se constituyeron a raíz de la conquista germánica de Imperio Romano de Occidente.
La primera etapa de la confluencia de los tres legados –romano, hebreo-cristiano y germánico- cubre los siglos de lo que habitualmente se llama Edad Media (siglos V l XV) y que acá llamaremos Primera Edad, porque al periodo que nos referimos constituye una novedad en cuanto conjuga de manera singular aquellos tres legados, configurando un estilo cultural nuevo que persistirá por muchos siglos en Occidente. Si bien, el periodo entero mencionado formó parte de lo que decíamos, fue con la llegada del orden cristiano-feudal que se constituyó, con pleno vigor, como un sistema ajustado a la realidad económica, social y política en el que habían hallado su equilibrio los tres legados, tanto en el plano institucional como en el plano espiritual. Este orden cristiano feudal entro en crisis en el siglo XIII por planteos sobre la hegemonía del poder. Se planteaba el problema de si el poder de Dios se delegaba por igual en el emperador y en el papa –esto es, en los representantes del poder temporal y del poder espiritual- o si por el contrario el vicario de Dios recibía la totalidad del poder y delegaba el poder temporal en el emperador.
El orden cristiano-feudal resultó –repitámoslo- de un sometimiento de la concepción germánica de la vida al sistema de fines que le impuso el cristianismo. Un ideal histórico de la vida, propio de las aristocracias, se conjugaba con una sobrevaloración del trasmundo, propia del cristianismo. Pero ese orden desdeñaba la significación de la realidad inmediata y con ella la del hombre común, para quien la vida no era heroísmo sino lucha con el contorno y aspiración primaria a dominarlo para alcanzar por grados una felicidad que iba desde la satisfacción de las necesidades elementales hasta los mayores refinamientos del lujo. Riqueza, goce y poder eran ideales que estaban implícitos en la concepción romana de la vida, adormecida durante siglos, pero pronto a desatarse cuando las condiciones lo permitieran.
El orden cristiano-feudal agrupaba bajo el rubro de “labradores” a todos los que ejercían la actividad económica. Ignoro pues, y por mucho tiempo aún, que esa actividad se había diversificado y había dado origen a la formación de ciertos grupos sociales que dedicaban su actividad a la manufactura y al comercio, a los que imprimieron gran desarrollo, a la burguesía.
Así, la romanidad despertó con la naciente burguesía, que basaba sus posibilidades en el activismo y comenzó a desdeñar la pura contemplación y a estimar el mundo más que el trasmundo.
Naturalismo, activismo e individualismo. Amor, goce, y sensualidad. Y poco a poco se insinúa la preocupación por el dominio de la naturaleza, esto es, por la técnica.
Ahora si, la Segunda Edad (esto es, la llamada Edad Moderna) La acción constituye ahora, inequívocamente, la vocación de la mayoría. Acción que tiene sus objetivos en el mundo terrenal y se dirige a satisfacer necesidades del hombre: se persigue la gloria o la riqueza, pero cada vez más la riqueza. Para lograrla, parece necesario alcanzar el dominio de la naturaleza que la esconde, descubrir métodos, inventar mecanismos, calcular efectos y resultados, encadenar procesos. El conocimiento de la naturaleza –utilitario o desinteresado- obsesiona a la gente que ha empezado a mirar su contorno con nuevos ojos. El hombre comienza a sentirse el más alto valor de la creación, o acaso, para algunos ya, de la naturaleza, en la que se reconoce una realidad acabada.
La danza de las cifras fantásticas comenzó a embriagar a muchos espíritus y a atraer a muchas voluntades, hacia una actividad que se organizaba ahora dentro de un sistema económico –el capitalismo- que debía regir por muchos siglos al mundo entero.
Ver y pensar, imaginar ciertos preceptos, someterlos a reiteradas pruebas e hilvanar luego principios generales, que se comprueban en la práctica, son experiencias tan embriagadoras que llenan al hombre de confianza en sus propios recursos.
Con todo esto, la nueva imagen de la vida tenía demasiado vigor para agotarse y, frente a la autoridad que encarnó la defensa de los viejos ideales, se limitó a enmascararse, a encubrir su verdadera fisonomía y a tratar de parecer inofensiva y dócil.
O sea, tras la irrupción del legado romano y el reconocimiento de su vigencia, el primer ajuste de los legados de Occidente se resuelve en otro más complejo que modifica las proporciones de los elementos integrantes y transporta suavemente el acento de unos problemas a otros. Este proceso volverá a repetirse una y otra vez, y de ahí la complejidad cada vez mayor del panorama de la cultura occidental. El desarrollo del capitalismo se produce con paso firme: las aristocracias se aburguesan. El hombre parece ser la última realidad, con sus necesidades, sus pasiones, pero también con sus ideales. El supuesto de la nueva actitud espiritual –lo que se reconoce bajo el nombre de Ilustración o Iluminismo- fue el primado de la razón. De ese supuesto arrancaba una idea del hombre y del sentido de su vida que pareció revolucionaria, aunque tenía ya siglos de elaboración –muchos de sus elementos eran típicamente cristianos-. Esta nueva conciencia unas veces condujo a la revolución –como en Inglaterra en el siglo XVII, y en los Estados Unidos, Francia o las colonias Españolas en la siguiente centuria-, otras veces buscó caminos más sutiles para triunfar. Se instaló en los típicos representantes del orden tradicional y originó ese curioso fenómeno del “despotismo ilustrado”.
En fin, la burguesía triunfaba, y con ella la idea de la vida que la alimentaba desde hacía cinco siglos. El mundo afirmaba su valor sobre el trasmundo, precisamente cuando Kant afirmaba la imposibilidad de conocer el númeno. Por un instante pareció que la tradición cristiano-feudal había sido definitivamente aniquilada, y que la Segunda Edad había impreso un nuevo sello a la cultura occidental. Pronto se vería, una vez más, que nada se pierde y todo se transforma en el mundo de la cultura.
En la Tercera Edad –llamada Edad Contemporánea- surgió un movimiento llamado Romántico, fue una reacción contra el Iluminismo. El tradicionalismo, el retorno a lo medieval idealizado, la exaltación del nacionalismo y el cristianismo, todo ellos apareció de pronto en las conciencias occidentales como una revelación, como si las conciencias occidentales hubieran descubierto que debían volver a lo que juzgaban –sin pensarlo mucho- que era su cauce tradicional. Ésta Tercera Edad resultó de la transición que se opera en el área de la cultura occidental a partir del momento en que confluyen en su seno las consecuencias de las dos revoluciones –la política de la burguesía francesa y la nueva revolución técnico-económica inglesa-, confluencia cuya primer manifestación visible es una renovación en la concepción de la vida, que, paradójicamente, se manifiesta como típicamente tradicionalista.
Cuando alguno pregunta es qué consiste la mutación, se contesta que sólo se trata de un retorno: al cristianismo, a las tradiciones patrias, al espíritu medieval. Pero no nos engañemos: es sólo un nuevo enmascaramiento.
Ciertamente, nada se ha perdido. El orden cristiano-feudal de la Primera Edad se reajustó al comienzo de la Segunda adjudicando un significado más alto al legado romano. Ahora, un poco más de metafísica, un poco más de trasmundo. Pero no con las circunstancias de antes sino con las circunstancias nuevas: con la experiencia adquirida durante la Segunda Edad.
De todos modos, el romanticismo no expresa aún el nuevo ajuste de los elementos de la cultura occidental que caracterizará a la Tercera Edad, sino tan solo el estentóreo alerta dado para que nadie olvide cuales son esos elementos. La gran revolución de la Tercera Edad es la revolución de las cosas, a la que acompaña fielmente una tendencia revolucionaria en cuanto concierne a las relaciones entre las cosas y los hombres. A la fuerza del brazo humano comenzaron a agregarse otras innumerables fuentes de energía y variadísimos recursos mecánicos para acrecentar el proceso de transformación de las materias primas en productos manufacturados. También acompaña a esta característica de la Tercera Edad, una radical inestabilidad en las situaciones de los individuos.
El retorno a la metafísica que se desarrollo, proviene de la línea tradicional, en la que se funde el legado clásico y el legado cristiano. También, de tradición romana y cristiana es la tendencia de la cultura occidental a la universalidad – pero en tanto que el cristianismo concebía una universalidad virtual independiente del universo concreta y la romanizad erigía en universo aquella parte del universo concreto que constituía su propia área del poder e influencia, la cultura occidental de esta Tercer edad, ha procurado llegar a asimilar la idea abstracta de universalidad con un universo concreto del que trató de conocer la totalidad.
Solo las regiones polares quedaban por explorar cuando la cultura occidental entró es esta Tercera Edad. El resto no sólo había sido reconocido, sino que había sido sometido a un gigantesco experimento de transculturación mucho más audaz e intensa que el que realizaron los romanos. Convencida de que era universal, de que sus principios valían para el hombre cualesquiera que fueran sus tradiciones y sus hábitos, la cultura occidental tomó posesión prácticamente del mundo y lo introdujo en su área de influencia, unas veces mediante la catequesis religiosa, otras mediante la explotación económica o el dominio político, y casi siempre por medio de una eficaz difusión de sus medios técnicos: la higiene y la medicina, la alfabetización de grandes masas y sobre todo la tecnificación industrial.
Ahora bien, un nuevo ajuste será entonces necesario, y acaso concluya con él esta Tercera Edad de la que somos apasionados testigos. Claro esta que, pasarán sus formas temporales, pasarán los que ejercen la supremacía dentro de su ámbito, pasará el mundo dividido, pero la cultura occidental no pasará. Como no han pasado nunca del todo al oscuro abismo del olvido la China de Confucio o la India de Buda, la Grecia de Platón o la Roma de Virgilio. Porque es propio de la creación del hombre sobreponerse al efímero destino del que le ha dado vida y renovarse en los hijos de los hijos.

1 comentario:

  1. cuales son las principales caracteristicas de la cultura occidental segun jose luis romero?hagan un resumen de 10 renglones

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