jueves, 8 de marzo de 2012

Fink. (Nicolás)

Se pide perdón en caso de hallar algún error gramatical. Todo el RESUMEN fue tipeado. No hay nada agregado de alguna otra fuente o ideas personales (salvo aquellas que se encuentren dentro de corchetes, que a lo sumo, son ideas aclaratorias) TODO son citas textuales del libro entero: Fink, Eugen. La filosofía de Nietzsche. Alianza. Pascual, Andrés Sánchez. Madrid. 1989.

http://www.mediafire.com/?lu145aotcmzdoop

Si bien, de 225 hojas que contiene este libro monumental de Fink han quedado sólo 12 hojas de Word, creemos que está bien logrado el resumen y que podría serle útil a alguien.
Desde ya, se recomienda leer la obra completa.

lunes, 5 de marzo de 2012

Extractos extensos. (Nicolás)

SØREN KIERKEGAARD.
LA REPETICIÓN.
Un ensayo de Psicología experimental.
Traducción: Karla Astrid Hjelmstrom.

[...]Porque la repetición viene a expresar de un modo decisivo lo que la reminiscencia representaba para los griegos. De la misma manera que éstos enseñaban que todo conocimiento era una reminiscencia, así enseñará también la nueva filosofía que toda la vida es una repetición. Leibniz ha sido el único filósofo moderno que lo ha barruntado. Repetición y recuerdo constituyen el mismo movimiento, pero en sentido contrario. Porque lo que se recuerda es algo que fue, y en cuanto tal se repite en sentido retroactivo. La auténtica repetición, suponiendo que sea posible, hace al hombre feliz, mientras el recuerdo lo hace desgraciado, en el caso, claro está, de que se conceda tiempo suficiente para vivir y no busque, apenas nacido, un pretexto para evadirse nuevamente de la vida, el pretexto, por ejemplo, de que ha olvidado algo. [...]
El recuerdo es un vestido desechado que, por muy bello que sea o te parezca, no te puede caer bien, pues ya no corresponde a tu estatura. La repetición es un vestido indestructible que se acomoda perfecta y delicadamente a tu talle, sin presionarte lo más mínimo y sin que, por otra parte, parezca que llevas encima como un saco. [...]
el que desea de veras la repetición es un hombre, y un hombre tanto más profundo cuanto mayor sea la energía que haya puesto en lograr una idea clara de su significado y trascendencia. En cambio, el que no ha comprendido que la vida es repetición y que en ésta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto [...]
La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la seriedad. Este es mi firmísimo criterio particular, en virtud del cual opino, además, que la seriedad de la vida no consiste de ninguna manera en estarse cómodamente sentado en un sofá y escarbarse los dientes con un palillo, al mismo tiempo que se es, por ejemplo, abogado del Estado; ni tampoco en pasearse ensimismado por las calles y ser, como ejemplo de otra profesión, jerarquía de la Iglesia. En este sentido de falta de seriedad en la vida daría lo mismo que se fuera caballerizo de las cuadras reales. Todas estas cosas son, a mi juicio, una pura broma, y a veces, en cuanto tal broma, bastante pesada. [...]
Así estaba nuestra relación cuando el muchacho, hace de esto aproximadamente un año, según dije antes, se presentó un día en mi casa totalmente fuera de sí y emocionadísimo. Su actitud era más enérgica que de ordinario, su aspecto físico todavía más hermoso y sus grandes ojos, brillantes, querían como salírsele de las órbitas. En una palabra, parecía un iluminado, transfigurado por la emoción que le dominaba. Cuando me explicó que estaba enamorado, no pude por menos que pensar que, necesariamente, tenía que ser muy dichosa la joven que era amada con tanta intensidad y arrebato. [...] acababa de declararle su amor a la muchacha y había comprobado que ésta le correspondía con la misma moneda. [...]
El joven del que os estoy hablando se había enamorado del modo más íntimo, profundo, hermoso y humilde. Hacía ya muchísimo tiempo que yo no había experimentado un gozo tan maravilloso como el que me causaba su contemplación. Porque, la verdad, eso de ser un mero espectador resulta no pocas veces una cosa bien triste. [...] No se daba la menor importancia, como suelen hacerlo muchos mozos presumidos que pretenden convencernos de que acaban de pescar en sus redes una muchacha estupenda. Tampoco se mostraba muy seguro de sí mismo o infatuado. Todo esto demuestra que su amor era puro, sano y, por así decirlo, un amor virgen, completamente intacto. Me confesó, con una franqueza encantadora, que uno de los motivos de su visita era la enorme necesidad que había sentido de confiarse a alguien, en cuya presencia pudiera hablar a sus anchas y en voz alta consigo mismo. Otro de los motivos, también muy decisivo, era que le había entrado un miedo espantoso de poder llegar a aburrir a la muchacha si estaba a todas las horas del día con ella. Más de una vez se había decidido a visitarla en su propia casa e incluso había estado ya a punto de llamar a su puerta, pero en el último instante cambiaba de intención y, haciéndose no poca violencia, se volvía sobre sus pasos. [...]
Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente enamorado. De esto no podía caber la menor duda. Y, sin embargo, ya en los primeros días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia. En el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado atrás toda la vida. El que la muchacha muriera de hecho mañana mismo, no representaría ningún cambio esencial para él, porque seguiría haciendo las mismas cosas, arrojarse en el sillón, llorar a lágrima viva y repetir incesantemente los versos del poeta. ¡Qué dialéctica tan extraña! El muchacho desea con todo su ardor a la joven, tiene que hacerse violencia para no estar a todas las horas al lado de ella y, no obstante, ya desde el primer momento se ha convertido en un hombre viejo en lo que concierne a la total relación con su novia. [...]
Cada uno debe de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es algo caducado desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este caso es necesario que tenga también la suficiente fuerza vital para matar esa muerte propia y convertirla en una vida auténtica. En el alborear de la pasión amorosa luchan entre sí el presente y el futuro con el fin de alcanzar una expresión eternizadora. Esta forma de recordar es cabalmente la proyección retroactiva de la eternidad en el presente, en el supuesto de que el recuerdo sea sano. [...]
Confesarle a ella lisa y llanamente todo lo sucedido, los motivos y la manera adecuada de entenderlo, le parecía a él que sólo serviría para mortificarla todavía más e incluso destrozarla por completo. [...]
No, el muchacho no le podía confesar ni explicar nada a la joven. Se lo impedía un cierto orgullo, algo así como una mezcla de amor propio y de temor a la misma joven, a sus posibles reacciones aniquiladoras. Esto le hacía empecinarse todavía más en su melancolía, hasta que al fin se decidió a continuar el engaño y empleaba todas las dotes de su genio poético en alegrar y divertir a la muchacha. Su genio poético, por cierto, podía haber servido para aliviar a muchísimos otros seres humanos, pero él todo se lo destinaba exclusivamente a ella. La joven, pues, era y seguiría siendo su amada y la única mujer adorada por él en el mundo entero y mientras viviese, aunque esto le ponía al borde de perder la razón, angustiado con la idea de la tremenda falsedad que no servía sino para cautivar aún más íntimamente a la pobre muchacha. [...]
La joven, como queda dicho, no sospechaba lo más mínimo. [...] Un día llegó a mi casa sobresaltado. Su sombría pasión le tenía ya dominado por completo. De la manera más furiosa empezó a echar maldiciones de la existencia, de su amor y de la muchacha amada. Me dijo que no le volvería a ver más en mi casa. El muchacho, probablemente, no podía perdonarse a sí mismo el haber confesado a un tercero que la joven se le había convertido en una carga insoportable. Con ello lo había echado todo a perder, incluso aquella primera alegría que le proporcionó el proyecto de fomentar y mantener muy alto el orgullo de la joven, haciendo de ella como una diosa. Yo creo que me había tomado hasta odio. Cuando me divisaba por las calles, daba un rodeo para no tener que cruzarse conmigo. Si nos encontrábamos de improviso en algún lugar, no me dirigía nunca la palabra y se esforzaba en mostrarse sereno y contento. Yo estaba dispuesto a espiar todos sus pasos más de cerca y con este fin había ya trabado algunos contactos con aquellas personas subalternas que podían suministrarme alguna información preciosa sobre sus idas y venidas. [...]
otro de aquellos mismos días se presentó de nuevo en mi casa, aunque jurando y perjurando de entrada que nunca jamás volvería a pisar en ella. Esta vez, desde luego, dijo la verdad, pues jamás volví a verlo en mi domicilio. Me propuso, en cambio, que en adelante nos viéramos en lugares solitarios y a una hora determinada. Como es de suponer acepté la propuesta con mucho gusto [...] Allí nos reuníamos al filo del amanecer, a esa hora en la que el día lucha con la noche [...]
Esta historia resultaría más larga que una novela de serie si mi propósito fuera describir de un modo exhaustivo la vida emocional de nuestro joven, tal como yo la llegué a conocer, bastante a fondo por cierto. Y nada digamos si yo, de una manera poética, me hubiera propuesto incorporar a la misma una multitud de detalles que no vienen al caso, como, por ejemplo, los referentes a los salones y al cuarto de estar, a la vestimenta casera y a los trajes de calle, a los parajes bellos, a toda la parentela y al círculo de amigos. La verdad es que esta clase de descripciones superficiales me disgusta sobremanera. Me gusta mucho la lechuga y, en general, las hortalizas, pero solamente como el cogollo, pues pienso que las hojas exteriores son para los cerdos. Siempre preferiré, según decía Lessing, el goce de la concepción a los dolores del parto. Otros, probablemente, serán de otro parecer y echarán pestes contra lo que acabo de decir. ¡Allá ellos, su parecer y su réplica me importan un bledo! [...]
Nuestro joven era totalmente incapaz de convertir este lamentable equívoco en una relación real, porque esto, según él, equivaldría a entregar y abandonar a la muchacha en un engaño eterno. Por otra parte, explicarle a la joven en qué consistía el equívoco, diciéndole sencillamente que ella no era para él más que la figura o forma sensible de otra cosa que él mismo andaba buscando con todas las fuerzas de su alma y de su pensamiento, otra cosa que al principio había creído encontrar encarnada en ella, esto, pensaba el joven, sería injuriarla aún más, hasta las raíces de su alma de mujer, al mismo tiempo que era como renunciar cobardemente a su dignidad de hombre. [...]
Para poner fin a los tormentos de mi joven amigo le propuse con el mayor encarecimiento que se arriesgara a tomar una decisión extrema. Se trataba sencillamente de encontrar un punto de equilibrio y paridad entre los dos jóvenes. Con este fin le dije, empleando toda la autoridad que creía tener sobre él: «¡Eh, muchacho, rompe este intrincado nudo y aniquila todo lo que sea necesario! ¡Conviértete a ti mismo en un ser despreciable, que sólo encuentra alegría engañando y mistificando! Si lo logras, entonces los dos estarán en iguales condiciones y en este caso ya no se podrá hablar más de diferencias de orden estético que te confieran ninguna superioridad sobre ella, superioridad que los hombres suelen conceder con harta frecuencia a las que ellos llaman personalidades poco comunes. Entonces será ella la que vence, la que tiene toda la razón, y tú quedarás desprovisto de todos los derechos. Pero no emplees esta táctica con demasiada rapidez, pues esto sólo serviría para encender todavía más el amor que ella siente por tí. Lo primero que tienes que hacer, en cuanto te sea posible, es mostrarte a sus ojos como un ser más bien desagradable y un poco repelente. No la contraríes abiertamente, pues con ello la excitarías, cosa que debes evitar a todo trance. Muéstrate inconstante y gruñón. Haz un día una cosa y al siguiente otra muy distinta. Pero todo esto sin el menor apasionamiento y como una pura rutina. Lo que no quiere decir que te has de mostrar desatento con ella, como si no te importara nada, al revés, ahora más que nunca has de prestarle una atención exquisita, si bien meramente, como algo que se hace sólo por oficio, sin poner ninguna interioridad ni espontaneidad en ello. Sustituye el placentero goce del amor con la aparente pasión de un semiamor empalagoso e insípido, que no sea indiferencia ni deseo ardiente. Que toda tu conducta provoque un desagrado parecido al que causa el espectáculo de un hombre goloso ante una bandeja de pasteles. Sin embargo, querido amigo, no inicies este plan si no estás completamente convencido de que tendrás fuerzas suficientes para desarrollarlo hasta el fin, pues de lo contrario pierdes inútilmente el tiempo y no sacarás ningún provecho. Porque has de saber que nadie hay tan prudente como una muchacha cuando se trata de dilucidar la cuestión, tan importante para ella, de si es o no es realmente amada. En una operación de éstas no es nada fácil emplear el bisturí, un instrumento que por cierto les exige muchas horas de práctica a los médicos para poder llegar a ser buenos cirujanos. Así que cuando inicies el plan, no tienes más que ponerte otra vez en contacto conmigo y yo me encargaré del resto. Entonces dejas correr el rumor de que tienes una aventura amorosa con otra joven, precisamente de las del montón, vulgar y prosaica hasta más no poder, pues de lo contrario no harías más que estimular y enardecer a la amada. Yo sé muy bien que semejante idea te repugna y que jamás la habrías concebido por tí mismo. Pero no te apures, los dos seguiremos firmemente convencidos de que ella es la única mujer que tú amas, aunque te sea imposible hacer realidad este amor puramente poético. El rumor, por su parte, no ha de carecer de fundamento. Yo mismo, como le he dicho, me encargaré de este asunto. Elegiré una muchacha en la ciudad y concretaré con ella, en una conversación previa, lo que más convenga». [...]
El muchacho, por lo pronto, aprobó sin la menor reserva mi primitivo plan. En una tienda de modas de la ciudad encontré a la joven que iba buscando, verdaderamente hermosa y que, después de prometerle yo que le suministraría todo lo que necesitase en el futuro, se avino sin otras dificultades a secundar nuestro plan. Mi amigo debería mostrarse con ella en público, en los lugares más concurridos, y de vez en cuando irla a visitar en su propio domicilio, a unas horas muy concretas, de suerte que no hubiese duda de que estaban liados. [...]
Todas las cosas, pues, estaban preparadas y perfectamente en orden para iniciar la operación. Yo tenía, según suele decirse, los hilos en las manos y esperaba con una impaciencia insólita el desenlace de los acontecimientos previstos. Pero hete aquí que en este preciso momento, como si se lo hubiera tragado la tierra, el muchacho desapareció y no volví a verlo nunca más. [...]
¡Ay, de cuántas cosas habría sido capaz nuestro muchacho si hubiera creído en la repetición! [...]
Cuando nos separamos aquella tarde y el muchacho, una vez más, volvió a darme las gracias por lo mucho le había ayudado a pasar el tiempo —que siempre era para él demasiado lento a causa de su incurable impaciencia—, me hice a mí mismo las siguientes preguntas. ¿Se habrá sentido quizá tan comunicativo que haya contado todo a la muchacha, que entonces le amaría aún más profundamente? ¿Habrá hecho semejante cosa? Si se hubiera aconsejado conmigo sobre este particular, yo le habría dicho que no lo hiciera por nada del mundo, que se «mantuviera tieso al principio, pues en el aspecto puramente erótico es siempre lo más prudente, al menos cuando no se posee la seriedad de espíritu capaz de dirigir nuestros pensamientos hacia metas más altas». En fin, no sé si ha hablado o no a la muchacha en los términos aludidos, pero si lo ha hecho no ha obrado con paciencia. [...]
La repetición es la nueva categoría que es preciso descubrir. Cuando se tiene conocimiento de la moderna filosofía y no se desconoce totalmente la griega, se comprende con facilidad cómo esta categoría viene a aclarar exactamente la relación entre los Eleatas y Heráclito, y cómo la repetición es propiamente lo que por error ha dado en llamarse mediación. Es increíble que en el sistema hegeliano se haya hecho tanto ruido en torno a la mediación y que, bajo esa misma enseña, gocen de honor y gloria las chácharas descabelladas del inmenso coro de sus prosélitos. Mucho mejor hubiera sido repensar a fondo lo que significa esa palabra y de este modo hacerles un poco de justicia a los griegos. Porque el desarrollo que hicieron los griegos de la doctrina del ser y de la nada, de la doctrina del instante y del no–ser, etc., pone fuera de juego a Hegel, dándole, si se me permite la expresión, jaque mate. La palabra mediación es un término extranjero, repetición es una buena palabra danesa y no puedo por menos que felicitar al idioma danés porque posee tal término filosófico. [...]
La dialéctica de la repetición es fácil y sencilla. Porque lo que se repite, anteriormente ha sido, pues de lo contrario no podría repetirse. Ahora bien, cabalmente el hecho de que lo que se repita sea algo que fue, es lo que confiere a la repetición su carácter de novedad. Cuando los griegos afirmaban que todo conocimiento era una reminiscencia, querían decir con ello que toda la existencia, esto es, lo que ahora existe, había ya sido antes. En cambio, cuando se afirma que la vida es una repetición, se quiere significar con ello que la existencia, esto es, lo que ya ha existido, empieza a existir ahora de nuevo. Si no se posee la categoría del recuerdo o la de la repetición, entonces toda la vida se disuelve en un estrépito vano y vacío. El recuerdo representa la concepción pagana de la vida y la repetición es la concepción cristiana. La repetición es el interesse de la metafísica, pero al mismo tiempo es el interés en el que la metafísica naufraga. [...]
Cuando desembarqué en Stralsund leí en el periódico que el Konigstadter tenía en cartel para toda la temporada EL talismán. Esta noticia me causó una inmensa alegría y me hizo recordar particularmente las representaciones que ya había visto en este teatro durante mi primera estancia berlinesa. Todo esto suscitaba en mi alma los más profundos recuerdos de mi pasada juventud. Porque sin duda no hay ningún joven, a no ser que carezca por completo de fantasía, que no se haya sentido alguna vez cautivado por el encanto fascinante del teatro y no haya deseado con ardor representar en las tablas algún papel importante, con el fin de poder contemplarse a sí mismo, como si fuera su propio doble, al encarnar la realidad soñada. Y no sólo contemplarse, sino también oírse y verse multiplicado o dividido en un sinfín de personajes distintos, aunque con todo, arraigados y dimanados de alguna manera de lo más entrañable de su personalidad. Este gusto por el teatro suele surgir, naturalmente, en los primeros años de la juventud, cuando todavía no se ha empezado propiamente vivir y, en consecuencia, se desconoce la realidad de la vida. [...]
Se puede afirmar que en la vida espiritual acontece un fenómeno que es típico en el desarrollo de algunas plantas, a saber, que lo último que se forma es el cogollo.
A pesar de todo es muy conveniente y necesario que esta existencia en forma de sombras alcance su desarrollo adecuado y plena satisfacción. Para un hombre jamás será una ventaja el no haber tenido la ocasión de vivir durante cierto tiempo esta forma de existencia. Claro que, por el lado contrario, también resulta una cosa bastante trágica o cómica, según se la mire, el que un hombre se equivoque lamentablemente y gaste toda su vida en existir de esa forma. En este último caso la pretensión de que se es un hombre real y se vive de verdad es tan discutible y poco fundada como la reclamación de inmortalidad hecha por aquellos hombres que son del todo incapaces de afrontar en persona el veredicto del juicio final y se creen que basta con que los represente en tan solemne circunstancia una pequeña delegación de sus buenas intenciones, sus estupendos propósitos de un día o sus planes de media hora. [...]
Pero la posibilidad del individuo no es algo que solamente quiere ser oído, algo que pasa y huye como el vendaval, sino algo que además configura y, en consecuencia, quiere también ser visto y contemplado con los propios ojos. Por eso mismo cada una de sus posibilidades es para el individuo como una sombra sonora. [...]
Todos los criterios estéticos generales están condenados al fracaso cuando se trata de definir la farsa. El efecto que ésta produce sobre el público más cultivado puede ser diversísimo, puesto que tal efecto depende en gran parte de la propia actividad creadora del espectador. Cada uno es muy libre en este sentido de reaccionar como le venga en gana, dejándose llevar por el placer que le produce el espectáculo y emancipándose de todas las prescripciones estéticas tradicionales sobre las formas canónicas de la admiración, la risa, el llanto, etcétera. Contemplar una farsa es para el entendido en cosas de arte algo así como jugar a la lotería, con la diferencia de que no se expone uno al riesgo desagradable de ganar dinero. Claro que al público asiduo del teatro no le gusta nada esta inseguridad característica de la farsa y por eso la suele despreciar y mirar con malos ojos. ¡Peor para él! Este público que frecuenta el teatro tiene de ordinario un concepto muy limitado de la seriedad y por ello desea y hace todo lo posible por intentar que el teatro lo ennoblezca y eduque. Al salir de la sesión teatral quiere o se imagina que le puede decir a todos sus contertulios que ha gozado uno de los mayores placeres artísticos de toda su vida. Y al entrar, tan pronto como ha visto el cartel con detenimiento, pretende saber ala perfección cómo se desarrollará la pieza anunciada. [...]
Así, aburrido y desesperado, pasé como una media hora, hasta que ya no pude aguantar más y abandoné el teatro. Mi idea fija en estos angustiosos momentos era la de que no se da en absoluto ninguna repetición. Me parecía como si acabara de recibir un duro golpe, del que no me resarciría jamás en toda mi vida. Mis años mozos ya pasaron y, en compensación, mi experiencia de la vida ha ido creciendo bastante. Mucho antes de mi primer viaje a Berlín había yo perdido la costumbre de contar con lo que es inseguro e incierto. Creía, no obstante, que el placer que había experimentado en este teatro berlinés sería de una especie más duradera. Y esto cabalmente porque uno ha aprendido con los años a someterse y doblegarse de mil maneras a las exigencias de la vida y hasta cierto punto a sentirse satisfechos de la misma mucho antes de conocer de veras su sentido. Al fin de cuentas si la vida nos da tan poco, cabría esperar alcanzarlo con toda seguridad. ¿O es que quizá la vida sea más fraudulenta y engañosa que un comerciante en quiebra? Éste, al menos, suele pagar a sus acreedores la mitad o el treinta por ciento de lo que les ha estafado. Algo es algo. De la vida, en el peor de los casos, cabría esperar la parte de lo cómico, ya que esto es lo menos que se le puede exigir. ¿Ni siquiera esto podrá repetirse o recuperarse? [...]
Por la noche fui al restaurante en que siempre solía cenar durante la estancia anterior en Berlín. No sé si fue por la fuerza de la costumbre o por otra cosa, lo cierto es que llegué a sentirme en él a las mil maravillas. Como iba allí todas las tardes, conocía a la perfección a los clientes y demás detalles, sin que ninguno se me escapara. Sabía cuándo se marchaban los comensales que habían venido primero, cómo saludaban a sus camaradas que seguían cenando o bebiendo, al tiempo que inclinaban la cabeza o alzaban la mano para corresponder al saludo de despedida de los primeros; sabía cuándo éstos se ponían el sombrero, si al abandonar el piso alto o en el mismo bajo, o quizá en el momento de abrir la puerta de la calle o cuando ya estaban fuera. Nadie, según he dicho, escapaba a mi atención y, como Proserpina, arrancaba un cabello de cada cabeza, incluso de la de los calvos. Todo era completamente idéntico; los mismos chistes, las mismas cortesías, la misma camaradería y el mismísimo local. Nada, absolutamente nada, había cambiado. Salomón dice que las disputas de las mujeres son como las goteras de la lluvia. ¿Qué habría pensado Salomón si hubiera contemplado esta «naturaleza muerta»? Aquí, desde luego, era bien posible la repetición. ¡Sólo el pensarlo me llena de escalofríos! [...]
El hombre se sentirá tanto menos contento y satisfecho cuanto más viejo sea, cuanto mayor sea su conocimiento de la vida, su gusto por lo agradable y su afán de delicadezas y exquisiteces. Es decir, cuanto más competente, tanto más descontento. Contento, lo que se dice plena, absoluta e infinitamente contento no lo estará el hombre jamás, mientras viva. Y estar contento a medias, contento de una manera muy particular, es algo que no merece la pena. En este caso es preferible estar completamente descontento. [...]
A este punto había llegado yo en mi concepción de la felicidad que puede depararnos esta vida cuando no conocía aún a mi joven amigo, el enamorado melancólico. Siempre que otros o yo mismo me planteaba la cuestión de un bienestar y contento perfectos en este mundo, aunque sólo fuera por media hora, mi respuesta indefectiblemente era un renuncio. En una época posterior cambié de parecer a este respecto y experimenté un entusiasmo enorme con la idea de la repetición. Fue cabalmente la época en que trabé conocimiento con el joven enamorado, época que se cerró con mi viaje a Berlín. Otra vez volví entonces a ser víctima de mi propio celo por los principios. Porque estoy totalmente seguro de que si no hubiera hecho el segundo viaje a Berlín con el propósito de comprobar personalmente la posibilidad de la repetición, me habría divertido de lo lindo con las mismas cosas que me hicieron feliz la primera vez. [...]
Aunque ya me había plenamente convencido de que no se da ninguna repetición, no por eso dejaba de constatar de manera evidente que la constancia uniforme de los mismos hábitos y costumbres, así como la inacción y embotamiento de nuestras facultades de observación pueden crear en nuestra vida una monotonía que produce un efecto más enervante que las más extravagantes diversiones, monotonía que por otra parte se va imponiendo cada día más en nuestra vida, ejerciendo sobre ella la opresión y el encadenamiento peculiares de las fórmulas mágicas de los exorcismos. [...]
un buen día recibo, inesperadamente, una larga carta de mi joven amigo. [...]
El seudónimo, como último representante de los estetas, se mueve exclusivamente en la esfera estética de la existencia, vista al fin con ojos de pesimismo romántico. En virtud de su exclusivismo y perspectivas no es capaz de incorporarse a la esfera religiosa, que es la única en que se verifica la posibilidad y realidad de la repetición auténtica, como expresión del contacto espiritual y de la insistencia decidida del hombre con y en lo verdaderamente eterno, ajustándose en todo a la voluntad de Dios y venciendo así los límites y contradicciones de la vida puramente temporal e inmediata. [...]
Job será para el joven el ejemplo admirable de esa búsqueda de la trascendencia y de la insistencia, en medio de la prueba más horrible, en lo eterno, manteniéndose fiel a la voluntad soberana de Dios y alcanzando así la verdadera repetición. [...]
Ahora, como recompensa de aquel empeño puramente ideológico y amical, me veo obligado, en la medida de los caprichos de mi joven comunicante, a ser y no ser al mismo tiempo el ser y la nada. [...]
La muchacha se me convirtió desde entonces en un nuevo objeto para mis observaciones. Mi amigo, desde luego, no pertenecía a esa categoría de individuos que atormentan hasta el final a la muchacha amada y luego, tan tranquilos, se largan y la dejan en la mayor desolación. Al revés, su amada joven, apenas él había desparecido, se encontraba a las mil maravillas, rebosante de salud, floreciente, enriquecida con el botín poético que el amado le había dejado y fortalecida con el alimento y los preciosos estimulantes cordiales de la gran ilusión poética que él había puesto en ella. [...]
En mi fuero interno, por tanto, esta absolutamente convencido de que el joven continuaba con vida y me sentía realmente contento porque el muchacho no había recurrido al medio desesperado del suicidio. Es increíble la enorme confusión que puede aparecer en el dominio erótico cuando uno de los amantes se empeña en morirse de pena, o en darse por muerto para desembarazarse así de la relación amorosa que se le ha hecho insoportable. [...]
al muchacho no le queda otra alternativa que la de hacer un movimiento religioso. Lo que significa que el amor siempre empuja al hombre hacia adelante. Con esto se confirma lo que yo he constatado ya muchas otras veces, a saber, que «la vida dispone de recursos infinitos y que el poder que la gobierna tiene una capacidad de intriga mayor que la de todos los poetas juntos». [...]
Se había acercado a ella sin pensarlo, a la ligera, y en seguida cayó en la cuenta de que aquel amor no era realizable en la práctica y que él podía muy bien llegar a ser feliz sin ella, feliz a su modo, claro está, y contando además con las nuevas posibilidades que ella había despertado en el orden de su actividad poética. Entonces se decide a romper las relaciones, desapareciendo como un muerto. Pero su conciencia le sigue atormentando, pues no puede olvidar ni por un momento que ha obrado mal y ha sido injusto con la joven. ¡Como si fuera alguna injusticia romper unas relaciones que no pueden llevarse a feliz término! [...]
está todavía plenamente convencido de que en el sentido humano no puede realizarse su amor. Al parecer el muchacho ha alcanzado en la actualidad la frontera de lo maravilloso, y si este nuevo movimiento ha de ser verdaderamente real, es necesario que lo ejecute en virtud del absurdo. [...]
La muchacha, pues, tiene un significado enorme para él, que no la olvidará mientras viva. Pero tal significado e importancia enormes no los tiene ella en virtud de sus propias dotes o encantos personales, sino solamente en cuanto se ha relacionado con él. Ella es, por así decirlo, como el confín y el límite del ser de él. Semejante relación, naturalmente, no es erótica. Desde el punto de vista religioso se podría afirmar que es algo así como si Dios mismo se hubiera servido de la joven para cazar al muchacho. Lo que no quiere decir que la muchacha por sí misma sea una realidad, sino, poco más o menos, como una de esas moscas artificiales que se suelen poner en los anzuelos. [...]
Un pensador griego hubiera elegido en este caso la solución del recuerdo, sin que su conciencia le inquietara lo más mínimo. La filosofía moderna, por su parte, no hace ningún movimiento, por lo general sólo habla de eliminaciones y superaciones, y si alguna vez realiza un movimiento, éste siempre se queda dentro de los límites de la inmanencia. La repetición, por el contrario, es y siempre será una trascendencia. [...]
nuestro joven buscó refugio y asesoramiento en Job, aquel hombre que no gesticulaba en una cátedra ni afianzaba con golpes sobre la misma la verdad de sus asertos, sino que sentado junto a la chimenea y mientras se rascaba sus úlceras con una teja, lanzaba sin cesar sus doloridas lamentaciones y sus breves y tajantes explicaciones sobre la vida. Y aquí, en este humilde rincón del pasado, junto a ese pequeño grupo que forman Job, su esposa y sus tres amigos, piensa nuestro joven que ha encontrado lo que con tanto afán andaba buscando y que la verdad allí aprendida es más gloriosa, alegre, bella y auténtica que la de un simposio griego. [...]
Pues sin duda muchas veces me parece usted digno de toda mi admiración, pero otras pienso que no está bien de la cabeza y es un loco de cuidado. ¿Acaso no es una especie de locura el haber domeñado de esa forma todas las pasiones, todas las emociones y todos los sentimientos del corazón, sometiéndolos férreamente al frío regimiento de la inteligencia? [...] ¿No es una locura y una debilidad mental el estar siempre despierto como lo está usted, siempre conciente y vigilante, nunca a media luz y como en sueños? [...]
«El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!» [...] ¡No, tú no consuelas de esta manera absurda! ¡No, tú que en los días de esplendor y bienestar fuiste la defensa de los oprimidos, el sostén de los viejos y el apoyo de los necesitados, no defraudaste a los hombres de esa manera miserable cuando todo se derrumbó en torno tuyo! Al revés, entonces cabalmente te convertiste en la voz de los que sufren, el clamor de los que se sienten destrozados y el grito de los que son víctimas de la angustia. Desde entonces eres el alivio de todos aquellos que tienen la lengua agarrotada por el dolor; eres el testimonio fiel de todas las penas y necesidades que oprimen y destrozan el corazón humano; y eres, en fin, el portavoz irreemplazable de todos los afligidos, porque, «en la amargura y angustia del alma», no reprimiste las lamentaciones de tu boca y te atreviste a querellarte con Dios. [...]
Yo no he poseído las riquezas del mundo, ni he tenido siete hijos y tres hijas, pero también el que ha perdido una pequeña cosa puede afirmar con razón que lo ha perdido todo; también el que perdió a la amada puede decir en cierto sentido que ha perdido a sus hijos y a sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la entereza, y con ellos la fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de malignas y hediondas llagas. [...]
¿cómo podía yo prever este resultado? Ahora bien, si no lo pude prever, entonces es evidente que no soy culpable de lo ocurrido, sino plenamente inocente. ¿Si hubiera sufrido, por ejemplo, una crisis nerviosa, me llamarían también los hombres “culpable”? ¡Ay, qué lamentable es el lenguaje humano, que más que un grandioso invento para el diálogo entre los seres racionales, parece una jerga para que se entiendan entre sí la gente maleante y los malintencionados! ¿No son quizá más cuerdos los seres irracionales? Porque los brutos, al menos, no hablan jamás de semejantes cosas.
¿Soy un infiel y un pérfido? Si ella continuara amándome y no estuviera dispuesta a amar nunca a otro hombre, entonces todo el mundo diría a una voz que me permanecía fiel y que era una santa conmigo. Si yo, por mi parte, continúo amándola con toda mi alma y no deseo por nada del mundo amar a ninguna otra, ¿por qué todos me llaman un engañador y un pérfido? [...]
¿Es que no me queda otro remedio que someterme al juicio y a las habladurías de la gente? ¿Tengo que ser por necesidad un culpable y un impostor en todo lo que hago, aunque en realidad no haga nada? [...]
De qué serviría, al fin y a la postre, que yo dijera algo por mi propia cuenta, si no hay nadie que me comprenda. Mi dolor y mi sufrimiento son algo innominado, exactamente como yo mismo. [...]
Por más que he leído su libro una y mil veces, todas sus palabras me parecen siempre nuevas. Es como si nacieran en el momento en que las leo y vuelvo a leer, o como si se hicieran originales en mi alma con cada nueva lectura. [...]
El misterio, la fuerza vital, el nervio y la idea de Job son precisamente que él, a pesar de todo, tiene razón. [...] Todos los argumentos ad hominem son empleados contra él, pero se sostiene valientemente en su convicción inexpugnable. Afirma categóricamente que está en buen entendimiento con Dios y se sabe inocente y puro en lo más íntimo de su corazón, a la par que sabe que Dios también conoce su inocencia. Y, sin embargo, todo le sale torcido y el mundo entero le contradice.
La grandeza de Job estriba en que el apasionamiento de su libertad no se deja sofocar o aquietar con una expresión o explicación falsa. En análogas circunstancias este apasionamiento de la libertad queda sofocado por completo en la mayoría de los hombres, porque su pusilanimidad y una mezquina angustia les hace creer erróneamente que sufren a causa de sus propios pecados. El alma de tales sujetos no tiene la constancia y la entereza necesarias para perseguir una idea hasta el fin y por eso se echan para atrás en cuanto el mundo les contradice. Cuando un hombre piensa que la desgracia se ceba en él por culpa de sus pecados, puede ser que tenga razón y, en consecuencia, ese su pensamiento, además de humilde, es bello y verdadero. Pero también puede suceder que lo crea así porque, oscuramente, concibe a Dios como un tirano. Esta concepción absurda aparece perfilada en cuanto se encasille a Dios bajo determinaciones o categorías morales, como si fuera meramente un legislador. [...]
Job, pues, se mantiene firme en sus afirmaciones de que la razón está de su parte. Sus palabras son el testimonio de la noble actitud y franqueza de un hombre verdaderamente valiente, esto es, un hombre nada engreído, que se sabe frágil y fugaz como una flor del campo, pero que en la dirección de la libertad encierra algo grandioso, porque tiene una conciencia que ni Dios mismo puede arrebatársela, aunque fue Él quien se la otorgó. Sus palabras, además, demuestran el amor y la confianza de un hombre que está plenamente convencido de que Dios, cuando uno habla con Él directamente y sin intermediarios mezquinos, puede aclararlo y explicarlo todo. [...]
tres compañeros están ya cansados de combatir a Job—, no hacen más que variar el mismo tema, a saber, que la desgracia de Job es un castigo y que si desea que las cosas vuelvan a su sitio y todo se arregle, no tiene otro remedio que arrepentirse y pedir perdón por la culpa cometida. Pero Job resiste con todo su coraje. [...] ¿Cómo se explica, en definitiva, la persuasión íntima de Job y todas las afirmaciones que la avalan? He aquí la única explicación posible: todo ello es una prueba. Esta explicación, sin embargo, da lugar a nuevas dificultades, que he tratado de aclarar por mi parte de la manera siguiente. La ciencia estudia y explica el mundo y la vida con todos sus problemas, especialmente el de la relación del hombre con Dios. Pero yo me pregunto: ¿dónde se encuentra esa ciencia extraordinaria que pueda dar cabida a una relación que es definida como prueba? [...]
La grandeza de Job, por consiguiente, no consiste en que dijera aquellas palabras tan conocidas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»; palabras que por cierto dijo al principio y luego no volvió a repetir nunca. No, la significación enorme de Job está en que en las luchas que el hombre debe sostener para alcanzar los confines de la fe él agotó y resistió hasta lo último todas las dificultades que semejantes luchas comportan. O, dicho de otro modo, su significación está en que representa en el momento de la desgracia una grandiosa insurrección de todas las fuerzas más violentas y rebeldes del apasionamiento humano. [...]
Job no es un héroe de la fe, sino el héroe que, con tremendos dolores, da a luz la categoría de la prueba, precisamente porque había alcanzado tal grado de madurez y conocimientos, no poseyéndola en una inmediatez y espontaneidad propiamente infantiles. [...]
—«Dios protege de nuevo la tienda de Job como en los días de antaño» —. Los hombres, ¡que tan bien le comprendieron en los días de la adversidad!, vienen ahora a comer con él en su casa, y a condolerse y consolarle. Sus hermanos y sus hermanas le regalan cada uno una moneda y un anillo de oro. Job es bendecido en sus postrimerías y recupera, acrecentado hasta el duplo, todo lo que antes poseyera. ¡Esto es lo que se llama una repetición!
¡Cuánto bien puede hacer una tormenta! ¡Qué felicidad tan grande debe sentirse cuando se es juzgado por Dios! En cambio, los juicios y reprimendas de los demás hombres sólo suelen servir para endurecer todavía más el corazón del que es juzgado. Pero cuando Dios juzga, el hombre se pierde a sí mismo y olvida todo su dolor en aquel amor que sólo desea edificarlo y educarlo.
¿Quién habría imaginado este final? Y, no obstante, no se puede concebir otro en estos casos, aunque de hecho tampoco éste sea concebible para el pensamiento puramente humano. Porque en tales casos, cuando todas las cosas se paralizan, y el pensamiento se estanca, y la lengua enmudece y todas las explicaciones resultan inútiles, en tales casos lo que tiene que ocurrir, necesariamente, no puede ser otra cosa que una gran tormenta, con sus estallidos horrísonos y sus estragos incalculables. ¿Quién es el hombre capaz de comprender esta solución? Y, sin embargo, ningún hombre puede imaginarse otra distinta.
¿Se equivocó, pues, Job? Desde luego, se equivocó de medio a medio, porque no pudo apelar a un tribunal más alto que el que le juzgó. ¿Tuvo Job razón? Desde luego, tuvo una razón como un templo, precisamente porque se equivocaba delante de Dios. [...]
Se da, por lo tanto, una repetición. [...] Job lo fue perdiendo todo poco a poco; y así, gradualmente, sus esperanzas fueron desapareciendo a medida que la realidad, lejos de suavizarse, iba descargando contra él alegatos y golpes cada vez más duros. En el sentido de la inmediatez todo estaba perdido. Sus amigos, especialmente Bildad, no ven más que una salida, a saber, que Job se incline ante el castigo que lo asola y de esta manera pueda fomentar la esperanza de una repetición sobreabundante. Pero Job no se doblega; con lo que se aprieta cada vez más el nudo de la trama, que solamente podrá soltarse y resolverse con los estallidos de una gran tormenta.
Para mí encierra toda esta historia un consuelo indescriptible. Fue una suerte, aunque usted crea otra cosa, el que yo no siguiera su admirable plan, tan prudentemente calculado. Quizá esto fuera, desde el punto de vista humano, una cobardía por mi parte, pero también puede ser que tal conducta me facilite ahora mucho mejor el auxilio de la providencia divina. [...]
¡Se ha casado! No me pregunte con quién, porque no lo sé. Cuando leí la noticia en el periódico me pareció que un rayo me fulminaba la cabeza y el periódico se me cayó de entre las manos. Desde entonces estoy un poco aturdido y no he sentido ninguna impaciencia por enterarme de más detalles.
Con esto he vuelto a ser otra vez yo mismo. He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca. En cierto sentido esto también ha surgido en el horizonte como una repentina tormenta, aunque es a la magnanimidad de ella a la que debo agradecer que descargara y lo arrancara todo de cuajo.
Quienquiera que sea el que ella ha elegido —no digo «preferido», porque en calidad de marido cualquiera es preferible a mí—, me ha demostrado una liberalidad extraordinariamente magnánima. Porque aun en el caso de que su elegido sea el hombre más hermoso de la tierra, la amabilidad en persona, capaz de encandilar a todas las jóvenes de la tierra —que quizá ahora se sientan desesperadas porque ella con su «sí» se lo ha acaparado—, aunque todo esto sea verdad, ¿qué duda cabe de que ha obrado con una extraordinaria grandeza de alma y me ha mostrado una generosidad maravillosa..., sino en otra cosa, al menos por cuanto me ha olvidado completamente? ¡Ah, nada hay más bello que la magnanimidad de una mujer! Su belleza terrena se marchitará, el brillo de sus ojos se apagará, su esbelto talle se encorvará con el peso de los años, los rizos de su cabellera perderán su encanto cuando la humilde cofia los oculte, su día con amor maternal y vigilante sobre la pequeña cuna en que el hijito duerme..., ¡ah, pero una joven que se ha mostrado tan generosa no envejecerá nunca! ¡Que la vida la premie y le multiplique todo lo que le ha dado! ¡Que reciba de la vida lo que más desee, de la misma manera que yo he recibido ya, gracias a su generosidad maravillosa, lo que más quiero en este mundo, es decir, a mí misino! [...]
¿No es esto acaso una repetición? ¿No he recibido duplicado todo lo que antes poseía? ¿No he vuelto a ser yo mismo de tal suerte que hoy puedo conocer doblemente el significado y valor inmensos de mi propia personalidad? ¿Y qué vale una repetición de todos los bienes materiales y terrenos, indiferentes para el espíritu, comparada con una repetición de los bienes espirituales? [...]
Pertenezco a la idea, exclusivamente a la idea. Cuando me hace una seña, me levanto inmediatamente y la sigo. Cuando me cita para un encuentro, la estoy esperando día y noche, siempre disponible. Porque nadie me llama a la hora de comer, ni nadie me espera a la hora de la cena. Cuando me llama la idea lo abandono todo, o, mejor dicho, no tengo ya nada que abandonar, ni dejo a nadie plantado, ni causo dolor y tristeza a nadie mostrando mi fidelidad a la idea, ni tampoco mi espíritu se entristece pensando que otra persona pueda sufrir por ello. [...]
Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo quedará entre nosotros. Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres para mí una colectividad, una multitud indiferenciada, sino un individuo particular. Estamos, pues, los dos solos, tú y yo. [...]
Entre todas estas fuerzas contrarias y contradictorias se produce un choque encarnizado en el que lo general se enfrenta y rompe con la excepción, pero de tal forma que termina reforzando las mismas posiciones de la excepción. Claro que si la excepción no sabe mantener la frente alta durante este choque tremendo y lucha con el mismo encarnizamiento que lo hace su enemigo, entonces lo general, su enemigo, no la ayudará a salir airosa y triunfante, de la misma manera que tampoco el cielo ayudará al pecador que no sepa aguantar a pie firme los dolores del arrepentimiento. [...] La excepción, mientras se piensa a sí misma, piensa también lo general; mientras se trabaja a sí misma, modelándose, trabaja también por lo general; y, explicándose a sí misma, explica lo general. La excepción, por tanto, explica lo general y se explica a sí misma. Tan verdadero es esto, que el que quiera estudiar a fondo lo general, no tiene más que contemplar una excepción justificada y legítima. Esta excepción esclarece todas las cosas mucho mejor que pueda hacerlo lo general. La excepción legítima se halla reconciliada con lo general. Es cierto que lo general, por su misma esencia, está destinado a luchar con la excepción, pero también es cierto, según dijimos, que siente predilección por ella, aunque no se la muestre hasta el momento en que la propia excepción lo obligue como a confesarlo. Si la excepción no tiene este poder, ello es prueba evidente de que no es legítima y, por consiguiente, lo general hace muy bien en no señalarse con nada especial antes de tiempo. Cuando el cielo ama a un pecador más que a noventa y nueve justos, esto no lo sabe el pecador desde el principio, ni muchísimo menos. Porque lo que el pecador percibe al iniciar su arrepentimiento es más bien la cólera terrible del cielo, hasta que al final, bien arrepentido, el pecador obliga en cierto modo al mismo cielo a que se pronuncie en su favor. [...]
El joven conserva esta emoción religiosa como un secreto inexplicable, el cual sin embargo le ayuda a explicar poéticamente la realidad. Explica lo general como la repetición y, no obstante, su idea de la misma no concuerda con esta explicación, ya que mientras la realidad se hace repetición, ésta permanece siendo para él la segunda potencia de su conciencia.
El muchacho, la cosa más natural en un poeta, llegó a enamorarse. Pero este enamoramiento suyo era, desde sus mismos puntos de vista, completamente ambiguo: feliz, desgraciado, cómico y trágico. En la perspectiva de la joven todo puede resultar cómico, ya que el joven sufría una marcada tendencia a la compasión y en este sentido sus sufrimientos no eran producidos por sus propios dolores íntimos, sino por las posibles penas de la amada. Ahora bien, si se equivocaba en este aspecto y su amada no sufría en realidad ni mucho ni poco, entonces lo cómico aparece en el primer plano. Por el contrario, si se fija en sus propios sufrimientos, por pequeños que fueran en comparación de los posibles de la amada, entonces domina lo trágico, como también era trágica, en otro sentido, toda su concepción ideal de la amada. Por esto mismo ha conservado casi hasta el final una imagen ideal de toda su historia amorosa, a la cual le ha dado las más variadas interpretaciones, pero siempre en el dominio de los sentimientos, puesto que desconoce por completo el de los hechos reales. Posee, por tanto, solamente hechos de conciencia o, dicho con mayor exactitud, no posee tampoco ningún hecho de conciencia, sino una elasticidad dialéctica que lo empuja a ser productivo en el orden puramente sentimental. Cuando esta actividad creadora alcanza el punto más alto, entonces parece que el joven es llevado en volandas, transportado por un inefable elemento religioso.
Tal era la dirección interior que el muchacho seguía en sus primeras cartas, particularmente en algunas de ellas. Es una dirección muy próxima a una orientación decidida de tipo religioso, pero en el mismo momento en que cesa ese estado de suspensión o vacilación fugitivas vuelve a recuperarse a sí mismo en su forma de vida anterior, es decir, en cuanto poeta, y lo religioso desaparece del horizonte y solamente permanece activo como un sustrato indefinible. [...]
Pero nuestro joven, como es típico y normal en el caso de un poeta, no llegó nunca a tener ideas claras sobre lo que había hecho, cabalmente porque siempre ha titubeado en enfocar su actuación atendiendo a los aspectos exteriores y visibles de la misma o, mejor dicho, porque ha pretendido siempre enfocarla exclusivamente bajo esos aspectos que no ofrecen nunca una perspectiva adecuada y una pista segura. El individuo religioso, por el contrario, se apoya en sí mismo y desprecia todos los garabatos infantiles de la realidad exterior y visible. [...]
Constantino Constantius.

jueves, 27 de octubre de 2011

RESUMEN: Santo Tomás de Aquino, De los principios de la naturaleza (Nicolás)

RESUMEN: Santo Tomás de Aquino, De los principios de la naturaleza [1], Madrid, Sarpe, 1983.

El titulo del opúsculo nos dice que la naturaleza tiene principios, leyes que la rigen, y Tomás de Aquino utiliza ni mas ni menos la Filosofía de Aristóteles para explicarlos.

Capitulo primero: Tomás empieza afirmando que, en la Naturaleza hay cosas que son y cosas que pueden ser, Acto y Potencia y que lo que es, tanto como lo que puede ser, puede ser Accidental o Substancial. [2]Para ambos seres (Esencial y Accidental) algo hay en Potencia, por ejemplo; el Hombre es un Ser Substancial, y el Hombre alto (“alto” es el Ser Accidental). Para el primer tipo de Ser, lo que estuvo en Potencia es el semen y el ciclo menstrual, para el segundo tipo de Ser, para que sea alto, algo hubo, en este caso, el Hombre. Ambos tipos de cosas que están en Potencia para el Ser Esencial, como para el Ser Accidental, en principio Tomas lo denomina Materia, para el primero Materia Ex Qua, para el segundo Materia In Qua. Pero en seguida les cambia el nombre por Materia prima para el primero y Sujeto para el segundo. Y así, Tomás afirma "…los accidentes están en el sujeto…", "…que la forma substancial esté en el sujeto es imposible..." [3] De lo dicho se puede inferir que la Materia se diferencia del Sujeto y que la Materia es un Ser incompleto. Ahora podemos entender por que remplazo los términos de Materia Ex Qua e In Qua por Materia prima y Sujeto, y es por que al hablar de Sujeto, tenemos que dividirlo en dos partes, por un lado la Materia y por el otro la Forma. En donde ambas partes del Sujeto se diferencian, la Forma es el Ser Substancial y la Materia el Ser Accidental, este Ser Accidental es incompleto, ya que tiene el Ser de lo que le adviene (lógicamente, la Forma da el Ser a la Materia, ya veremos por que se da así esto). Aquí con estas afirmaciones, Tomás esta dando inicio brusco a un montón de conceptos Aristotélicos que explican la Naturaleza. Conceptos que cuestan un poco familiarizarse o comprenderlos a fondo, pero entre ellos, forman una coherencia única, no existe la contradicción en ningún aspecto, y la estructura lógica de la naturaleza se va notando a medida que pasan los capítulos del texto. Hay dos tipos de Formas, la que hace al Ser Substancial en Acto (Forma Substancial) y lo que hace al Ser Accidental en Acto (Forma Accidental). Un ejemplo de esto podría ser, la blancura es una Forma Accidental que hace al Hombre blanco, el Alma es una Forma Substancial que hace que el semen + el ciclo menstrual, siendo Hombre en Potencia, se haga Hombre en Acto. Con todo esto, Tomás concluye que hay una doble Generación, la Absoluta y la Relativa. Las cuales corresponden a la Forma Substancial la una y a la Forma Accidental la otra. Así también, hay una doble Corrupción (Absoluta y Accidental). La Generación y la Corrupción Absoluta se dan en las Substancias, y Las Relativas en todo lo demás (que quede claro que la Generación es el cambio del No Ser –este No Ser es Ser en Potencia- al Ser y que la Corrupción es el cambio del Ser al No Ser). Para que haya Generación tres cosas hacen falta; Ser en Potencia (Materia), No Ser en Acto (Privación) y aquello por lo que se hace en Acto (Forma). Santo Tomas da el ejemplo de la estatua que viene al caso, porque clarifica mucho lo que esta diciendo "…si del cobre se hace una estatua, la Materia es el cobre, que esta en Potencia para la Forma de la estatua; la Privación, lo que llamamos su No Figuración [4] o no Disposición; la Forma, la Figura por la que se llama estatua, aunque en este caso Forma Substancial sino Accidental, porque el cobre tiene ya Ser en Acto antes de advenirle aquella forma y su Ser no depende de aquella figura [5]…"

Capitulo segundo: La Materia, la Forma y la Privación son los tres principios de la Naturaleza (la Forma es el Fin de la Generación, mientras que los otros dos pertenecen a aquello cuya Generación produce). La privación es no por si, sino por Accidente, ya que coincide con la Materia. El Accidente es doble, hay Necesarios y No Necesarios o sea que se separan del Sujeto, y los que no. Por lo tanto, la Privación es un Accidente de la Materia, un Accidente Necesario. Pero tanto la Materia como la Forma son Principios de la Naturaleza, tanto Principios en el Ser como en el Hacerse (porque en tanto se hace la estatua por ejemplo, es Necesario que no haya estatua). Con el Principio de Privación, vemos como Tomas demuestra claramente que la negación y la afirmación no se puede dar en el mismo momento. La materia prima se la entiende (se la supone) sin alguna Forma y Privación, pero está sometida a la Forma y a la Privación (HYLE). La Materia prima no puede conocerse o definirse por si misma, sino por el compuesto, ya que toda definición y conocimiento lo es por la Forma. Si la Materia prima no tiene Forma, no tiene Ser en Acto ya que este se adquiere por la Forma, y solo es, entonces en Potencia y no se la puede conocer.

Capitulo tercero: Con estos tres principios no puede explicarse la Naturaleza completamente, necesitamos un Principio que Obre, que le de Forma a la Materia (para que este en Acto) y es el Principio de movimiento, Causa Eficiente. También necesitamos otro Principio mas, todo el que obra, no lo hace sino tendiendo a algo (un Fin). En seguida Tomas re-ordena todo en 4 causas (Material, Formal, Eficiente y Final) y 3 Principios (Material, Formal y Privación). Hay, en la Naturaleza, Causas Extrínsecas (Eficientes y Finales) ya que están fuera de la cosa y Causas Intrínsecas (Materia y Forma) ya que son parte de la cosa, la constituyen.

Capitulo cuarto: Creo que este capitulo es el más importante, en el sentido de que Tomás aquí desarrolla 2 tesis importantísimas. Pasare a desarrollarlas. Una vez sabido que son 4 los Géneros, Tomás afirma que no es imposible que una misma cosa tenga múltiples causas, tampoco es imposible que una misma cosa sea causa de cosas contrarias y también que una misma cosa puede ser Causa y Causado con respecto a lo mismo (por ejemplo, caminar es causa de la salud pero a su vez es causado por la salud). También es preciso saber que el cuerpo es Materia del alma y el alma Forma del cuerpo. También la Causa Eficiente es Causa del Fin, a su vez, el Fin no es la Causa de lo que es Eficiente, sino que es Causa de que lo Eficiente sea Eficiente (o sea, la salud no hace al medico ser medico, sino que hace al medico ser Eficiente como medico). Así también el Fin, hace a la Materia ser Materia y a la Forma ser Forma (ya que la Materia no recibe la Forma a No Ser Causa del Fin, y la Forma no perfecciona a la Materia si no a la Causa del Fin). Y aquí llegamos a la primera tesis que es; se dice que el Fin es la Causa de las Causas, ya que la Causa de la Causalidad de todas las Causas.La operación Natural de las cosas más generales procede de lo Perfecto a lo Imperfecto y de lo Completo a lo Incompleto, lo Imperfecto es antes que lo Perfecto según la Generación y el Tiempo, más lo Perfecto es antes que lo Imperfecto en la Substancia. Absolutamente hablando, es menester, que sea antes el Acto que la Potencia ya que lo que reduce la Potencia al Acto esta en Acto y lo que perfecciona lo Imperfecto es Perfecto. Esta es la segunda tesis de la que hablaba más arriba, y la denomino “tesis sobre la existencia de Dios”. Del mismo modo la Materia es antes en la Generación y el Tiempo, pero la Forma es antes en la Substancia y en el Ser Completo. Y lo Eficiente es antes que el Fin en la Generación y el Tiempo, pero el Fin es anterior en cuanto lo Eficiente esta en la Substancia y Completo una vez cumplido el Fin. Con ello se clasifican las Causas; la Materia y lo Eficiente son antes por la Vía de la Generación, pero la Forma y el Fin son antes por Vía de la Perfección.

Capitulo quinto: “...siempre debemos reducir la cuestión a la primera causa…” Advierte Tomas, porque según la lógica, la primera de las Causas es la más Perfecta, el Acto puro y lo más Completo. No cabe la posibilidad que la primera Causa, la más absoluta sea Engendrada, de lo contrario sería Imperfecta, Potencia e Incompleta. En este capitulo breve, trata las Causas y las divide en: Causa remota (universal) y Causa próxima (especifica), Causa por si y Causa accidental, Causa simples y Causas compuestas, Causas en Acto y Causas en Potencia, y por ultimo Causa universales y Causas singulares.

Capitulo sexto: Este último capitulo comienza con una sintetizada visión de la Naturaleza en: Especie, Número y Género, que no hace más que seguir con la interpretación filosófica y aristotélica de la misma. Pero continua y dice; “…Hay tres maneras de predicar algo de muchos: Univoca, Equivoca y Analógicamente…” Unívocamente: es lo que se predica según el mismo nombre y según la misma noción (El hombre y un asno son “animales”). Equívocamente: es lo que se predica según el mismo nombre, pero diversa noción (Can se dice del perro y de la constelación celeste). Analógicamente: es lo que se predica de a muchos, cuya nociones son diversas pero se atribuyen a uno solo (Como cuando se dice que la orina, la bebida o el cuerpo animal es sano). “…no obstante, del modo como la sustancia es Causa de todas las otras cosas, así los principios de las sustancias son principios de todo lo demás…” (La materia, la forma, la privación, la potencia y el acto son principios de la substancia).

[1] De los principios de la naturaleza, escrito en una fecha muy cercana al opúsculo El ente y la esencia ambos escritos en 1256, año en el que Tomás obtiene el titulo de maestro en teología, y asume una de las dos cátedras reservadas a la orden de los dominicanos en la universidad de Paris. En este mismo año, empieza a redactar el primer tomo de la Suma contra los gentiles.

[2] El Hombre es blanco: tanto “Hombre” (Ser Substancial) como “blanco” (Ser Accidental) son acto, por ejemplo
[3] Santo Tomás de Aquino, De los principios de la naturaleza, Madrid, Sarpe, 1983, p. 28
[4] Si no existiera la privación en este trozo de cobre cualquiera, entonces ya sería una estatua y no existiría la Generación. Que en el trozo de cobre haya Privación de tal figura significa la posibilidad de que tal figura pase de Potencia a Acto.
[5] El Arte por ejemplo trabaja con Formas artificiales, por lo tanto Accidentales, ya que trabaja sobre lo que esta constituido en Ser por la Naturaleza.

martes, 20 de septiembre de 2011

La soledad estaba sola (Nicolás)

Rainer Maria Rilke.
Carta VI, Roma, 23 de diciembre de 1903.

Estimado señor Kappus:
No ha de quedar sin mi saludo, ahora que llegan las Navidades, y que en medio de tantas fiestas debe pesarle su soledad más aún que de costumbre. Pero si siente que esta soledad es grande, alégrese. Pues -así ha de preguntárselo a sí mismo- ¿que sería una soledad que no tuviera su grandeza? Sólo hay una soledad. Es grande y difícil de soportar. Y casi a todos nos llegan horas en que de buen grado la cederíamos a trueque de cualquier convivencia. Por muy trivial y mezquina que fuere. Hasta por la mera ilusión de una ínfima coincidencia con cualquier otro ser. Con el primero que se presente, aunque resulte tal vez el menos digno. Mas acaso sean éstas, precisamente, las horas en que la soledad crece, pues su desarrollo es doloroso como el crecimiento de los niños y triste como el comienzo de la primavera. Ello, sin embargo, no debe desconcertarle, pues lo único que por cierto hace falta es esto: Soledad, grande, íntima soledad. Adentrarse en sí mismo, y, durante horas y horas,
no encontrar a nadie... Esto es lo que importa saber conseguir. Estar solos como estuvimos solos cuando niños, mientras en derredor nuestro iban los mayores de un lado para otro, enredados en cosas que parecían importantes y grandes, sólo porque ellos se mostraban atareados, y porque nosotros nada entendíamos de sus quehaceres.
Ahora bien: si un día se acaba por descubrir cuán pobres son sus ocupaciones, y se echa de ver que sus profesiones están yertas y faltas ya de todo nexo con la vida, ¿por qué no seguir entonces mirando todo eso con los ojos de la infancia, como si fuese algo extraño? ¿Por qué no mirarlo todo desde la profundidad de nuestro propio mundo, desde las extensas regiones de nuestra propia soledad, que es también trabajo y dignidad y oficio? ¿Por qué empeñarse en querer cambiar el sabio no-entender del niño por un espíritu constantemente en guardia y lleno de desprecio frente a los demás, ya que no comprender es estar solo, mientras defenderse y despreciar equivale a tomar parte en aquello de lo cual uno quiere precisamente desligarse por tales medios?
Piense, muy estimado señor, en el mundo que lleva en sí mismo, y dé a este pensar el nombre que guste. Así sea recuerdo de la propia infancia, o anhelo del propio porvenir. Sobre todo, permanezca siempre atento a cuanto se alce en su alma, y póngalo por encima de todo lo que perciba en torno suyo. Siempre ha de merecer todo su amor cuanto acontezca en lo más íntimo de su ser. En ello debe usted laborar de algún modo, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en esclarecer su posición frente a sus semejantes. ¿Hay acaso quien pueda asegurarle que usted tiene siquiera posición alguna?.
Ya sé, su carrera (9) es para usted dura y llena de cosas que se hallan en contradicción con su modo de ser. Yo preveía su queja y sabía que no dejaría de llegar. Ahora que ha llegado, no sé cómo aquietarla. Sólo puedo aconsejarle que considere si todas las profesiones no son también así: llenas de exigencias y de hostilidad para cada individuo y, en cierto modo, saturadas del odio de cuantos se han conformado, mudos y huraños en su sordo rencor, con el cumplimiento de un deber insulso y gris, falto de toda ilusión... (10) La posición en que ha de vivir ahora no se halla más gravada de convencionalismos, prejuicios y errores, que cualquier otro estado. Si bien hay algunos que hacen alarde de mayor libertad, no existe de veras ninguno que por dentro sea desahogado y amplio, y tenga relación con las grandes cosas en que consiste la verdadera vida. Únicamente el hombre solitario está sometido, cual una cosa, a las leyes profundas de la naturaleza. Y cuando uno sale al encuentro de la naciente mañana, o con su mirada penetra en la noche preñada de aconteceres, sintiendo cuanto ahí acaece, entonces despréndese de él, cual de un muerto, toda condición, aunque él se halle en medio del más puro vivir.
Lo que usted, muy estimado señor Kappus, ha de sentir ahora como militar, lo habría sentido de modo parecido en cualquier otra carrera. Y aun cuando, fuera de todo cargo y empleo, hubiese procurado mantener con la sociedad tan sólo una tenue forma de contacto, que dejase a salvo su independencia, no por eso le habría sido ahorrado el sentirse cohibido. En todas partes ocurre lo mismo, pero esto no ha de ser motivo para sentir angustia ni tristeza. Si no hay nada de común entre usted y los hombres, procure vivir cerca de las cosas. Ellas no le abandonarán. Aun hay noches y vientos que van por entre los árboles y por encima de muchas tierras. Aun, en cosas y animales, está todo lleno de acaeceres que usted puede compartir. Y también los niños siguen siendo todavía como usted fue de niño: tan tristes y tan felices. En cuanto usted piense en su propia infancia, volverá a vivir entre ellos, entre los niños solitarios. Y entonces las personas mayores ya no significarán nada, ni tendrá valor alguno toda su dignidad.
Si le angustia y le tortura el pensar en la infancia, en la sencillez y quietud que con ella van enlazadas -porque usted ya no sabe creer en Dios, que está presente en todo ello-, pregúntese entonces a sí mismo, querido amigo, si es que de veras ha perdido a Dios. ¿No será más cierto que nunca lo ha poseído aún? Pues ¿cuándo habría podido ser? ¿Cree usted que un niño pueda tenerle a El, a quien sólo con gran esfuerzo logran llevar los que ya son hombres, y cuyo peso doblega a los ancianos? ¿Cree usted que si alguien lo poseyera de verdad, podría jamás perderle como se pierde una piedrecita? ¿No le parece mas bien, como a mí, que quien lo poseyese, ya sólo podría ser perdido por El?... Ahora bien: si usted reconoce que El nunca se halló en su infancia, y que antes tampoco fue; si llega a sospechar que Cristo fue deslumbrado por su inmenso anhelo, y Mahoma engañado por su gran orgullo; si con espanto siente que tampoco ahora está presente, en este mismo instante en que de El estamos hablando, ¿con qué derecho pretende entonces echarlo de menos, a El que nunca fue, como a un ser que hubiese pasado y desaparecido? ¿Y qué le autoriza a buscarlo como si se hubiera perdido? ¿Por qué no piensa más bien que El es Aquél que aun ha de venir, el que desde hace una eternidad está por llegar : El Venidero (11), fruto supremo de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide proyectar Su nacimiento hacia los tiempos por venir? Y ¿qué le priva de vivir su propia vida, como se vive un día doloroso y bello en la larga historia de una magna preñez? ¿No ve cómo todo cuanto acontece es siempre un comienzo? Y ¿no podría ser esto el principio de El, ya que todo comenzar es en sí tan bello? Si El es El Más Perfecto, ¿no ha de precederle forzosamente algo menos grande, para que El pueda elegir su propio ser de entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe El ser El Ultimo, para poder abarcarlo todo en sí mismo? ¿Qué sentido tendría nuestra existencia si Aquél a quien anhelamos hubiera sido ya?...
Así como las abejas liban y juntan la miel también nosotros extraemos de todo lo más dulce para edificarle a El. Podemos iniciarlo también con lo ínfimo. Con lo que menos presencia tenga -siempre que suceda por amor. Con el trabajo y luego con el reposo. Con un silencio. Con una pequeña y solitaria alegría. Con todo cuanto realicemos solos, sin partícipes ni seguidores, iniciamos a Aquél que no alcanzaremos a conocer, como tampoco nuestros antepasados pudieron conocernos a nosotros. Sin embargo, esos que hace tanto tiempo pasaron, están aún dentro de nosotros. Como depósito, herencia y fundamento. Como carga que pesa sobre nuestro destino. Como sangre que bulle, y como ademán que se alza desde las profundidades del tiempo. ¿Hay algo que logre arrebatarle la esperanza de llegar algún día a estar del mismo modo en El, que es El Más Lejano, El Supremo?...
Celebre, estimado señor Kappus, las Navidades con el piadoso sentimiento de que El, para poder empezar, necesite tal vez de esta misma angustia que usted abriga frente a la vida. Precisamente estos días de transición son quizás la época en que todo en usted labora para moldearle a El, como también antes, cuando niño, trabajó ya, anhelante, en darle forma. Tenga paciencia y serenidad. Y piense que lo menos que podemos hacer es no ponerle nosotros más trabas a su desarrollo que la tierra a la primavera, cuando ésta quiere llegar. ¡Quede contento y confiado!

Su Rainer Maria Rilke.

martes, 30 de agosto de 2011

John Fiske, El destino del hombre (Nicolás)

RESUMEN: John Fiske. El destino del hombre. Traducción de Marcelino Ortiz. Ediciones Tor. Buenos Aires. 1942

El Dante, como toda la cultura humana de la época aquella, que se manifiesta en el eco de sus voces claras y armoniosas, consideraban a la tierra, el hermoso hogar del hombre, como el centro del universo y todo venía a reunirse en ella por estar organizadas las cosas para realzar la utilidad que pudiera lograr: el sol dándonos luz y calor, las estrellas presidiéndole en su carrera y detenidas en su enigmático destino; el soplo del viento haciendo estremecerse a la Naturaleza; inundaciones y diluvios; el demonio representado en la peste, lanzada sobre los campos y ciudades, todo testimoniaba la bendición o la culpa, y que el más elevado de los seres creados por Dios es el hombre. Toda la teología se basaba sobre concepciones de esta naturaleza.

¡Bajemos de su trono de una vez a la Humanidad!; ¡mirémosla como un simple incidente local dentro de una serie interminable e infinita de cambios cósmicos sin objeto!, y ¡arribemos a una doctrina que, bajo no interesa cual nombre, no es otra cosa que el Ateísmo!. Es el Ateísmo quien cambiara a la Humanidad de su especialísima posición en el mundo, y la arrojara en medio de su suerte, con las plantas que se marchitan, y las bestias que perecen. Ha sido el primer resultado de una de las más grandes y más irrebatibles verdades de la ciencia moderna, nuevamente descubierta, y confusamente comprendida, el de hacer descender a la Humanidad de su solio en el Mundo, y obligarla a ocupar un papel por completo subalterno y trivial. Los contemporáneos de Copérnico suponían que la nueva teoría destruía la teología cristiana en gran parte. En un universo en el que todo ha sido hecho sin visible relación al hombre, ¿Qué vendía a ser del preparado esquema de salvación en el cual parece todo apoyarse sobre el postulado de que el único objeto de premeditación del Dios Creador no era otro que la alimentación y cuidado del curso de la Humanidad?

Ahora bien, otra revolución se produjo a continuación y fue, una salida a este Ateísmo vacuo; el hombre no es únicamente un vertebrado, mamífero y primado, sino que pertenece a la catarrina familia de los monos, de la que es un género. Esta es la conclusión a que ha arribado la ciencia moderna con la aparición de El origen de las especies.

Es necesario reconocer que, la Humanidad, en esta situación, no puede considerarse como ocupando un lugar privativo y propio en el universo, sino que viene a ser un simple incidente dentro de una serie incalculables de cambios.

El sencillo y pródigo suceso de la supervivencia del más apto, con su poder ilimitado y eterno, se revela en la vida física del universo, no parece que tuviera parentesco alguno con nuestra alma. La creencia de un interés de beneficio, parece que debiera ser excluida de la Naturaleza, y un ciego proceso conocido por la Selección Natural es la diosa que no duerme ni descansa. Descuidada del bien y del mal, es decir, sin ética.

Si miramos bien la historia, y leemos bien a Darwin, nos damos cuenta que, lejos de degradar a la Humanidad, a colocarle en el mismo nivel el mundo animal, nos pone de manifiesto, en forma clara por vez primera, que la creación y perfeccionamiento del hombre es el fin hacia el cual ha ido inclinándose el trabajo de la Naturaleza; amplía la significación de la vida humana; poniéndola sobre una eminencia todavía más pronunciada y elevada de la que pensaron poetas y profetas, y la hace resaltar vigorosamente, considerándola como la principal formalidad de la actividad creadora que en el universo físico se revela.

En el Hombre, las escisiones con el mundo animal[1] –y vegetal también- comienzan por la acumulación de diferencias físicas. Pero llega al fin un momento admirable, prodigioso, silencioso, oculto, desconocido, como todos los comienzos de las grandes revoluciones; silencioso y escondido llega aquel sublime momento, a partir del cual las transformaciones psíquicas comienzan a ser de importancia más grande que lo habían sido los exclusivamente físicos en el bruto predecesor del hombre. El proceso de las variaciones zoológicas ha llegado a un fin, y una era de transformaciones psíquicas se inicia. Desde entonces, sólo esta suprema línea de generación llevara adelante la Evolución. De ahora en adelante, el aspecto preponderante de la Evolución será, no la génesis de las especies, sino el perfeccionamiento de la civilización. Lo que el Darwinismo nos está proponiendo es que la creación del hombre es el fin hacia el cual la naturaleza ha tendido desde el comienzo. El glorioso término del largo y obscuro trabajo de la naturaleza, no es la producción de seres más elevados, sino el mejoramiento de la Humanidad –de los hombres, el principal de los seres creados-.

La selección natural[2] a hecho desaparecer clases de vegetales y clases de animales, ha hecho surgir nuevas especies, y lo ha hecho de manera desenfrenada, hasta que el hombre se ha transformado en humano, y se produce un cambio completo en la naturaleza, por la cada vez más directa dependencia que se establece entre la vida de los seres y la voluntad de aquel; él decide a su agrado cuáles plantas y animales subsistirán sobre la tierra, y cuales de ellas han de desaparecer de su faz. Crea variedades de frutas, flores, cereales: logra animales que le sirven para asociarlos a sus labores en el progreso de la civilización[3] hasta que, por último, principia a adquirir superioridad sobre las fuerzas mecánicas, moleculares y químicas, destinadas indudablemente, en lo futuro, a dar un resultado acabadamente prodigioso y hoy apenas soñado. La selección natural irá perdiendo importancia en comparación con la llevada a cabo por el hombre. En la misteriosa historia de la creación se ha abierto un capítulo completamente nuevo.

“Progreso” se llama a éste nuevo capítulo, en donde el Hombre se ha despojado de la herencia animal; progreso significa, su paulatino lanzamiento a través de edades de lucha que poco a poco llegarán a resultar vanas e inútiles. El hombre va pasando pausadamente de un estado socialmente primitivo, en el que era algo mejor que un bruto, y marcha hacia un último estado en el que sus características se hallarán tan transformadas que no será posible notar en él lazo alguno de unión con el animal.

La Teología[4] ha podido decir mucho al respecto del pecado original. Este pecado estriba en la herencia del bruto que todo hombre lleva en sí, y el proceso de la evolución es un adelanto hacia la verdadera salvación. El profeta moderno, usando los métodos de la ciencia, puede proclamar de nuevo que el reino de los cielos está en nuestras manos.

Hemos visto, como, la doctrina de la evolución no nos lleva a tomar un punto de vista ateísta al respecto de la posición del hombre. Ahora bien, ¿Cuál es el destino del hombre? Suponemos que el que considera al hombre como el fruto acabado de la energía creadora, y la principal razón del Divino Cuidado, es llevado casi irresistiblemente a la creencia de que el camino de las almas no termina con esta vida sobre la tierra. Así, al igual que Spencer, se considera que la energía divina que se ha evidenciado a través del universo conocido, es la misma energía que se alza en nosotros bajo la forma de conciencia. Ésta chispa divina adquiere tanta concentración y fuerza suficiente que la hará capaz de sobrevivir al aniquilamiento de las formas materiales. El futuro esta iluminado con las formas resplandecientes de la esperanza. La lucha y el dolor se extinguen. La paz y el amor reinaran como soberanos.

Ahora bien, ¿Quién es John Fiske? Uno de los tantos darwinistas sociales que hay. En este caso, Fiske, discípulo fiel a las doctrinas evolucionistas sostiene –al igual que Spencer- que los problemas humanos decaen con el hombre por la ortodoxia. Admitiendo como esperanza la supervivencia del elemento espiritual. Fiske sostiene que la formación de ese elemento espiritual ha sido el objeto de las energías del Universo.



[1] “…más de un autor ha preguntado por qué en unos animales se han desarrollado las facultades mentales más que en otros, cuando tal desarrollo hubiese sido ventajoso para todos; por qué no han adquirido los monos las facultades intelectuales del hombre. Podrían asignarse diferentes causas; pero, como son conjeturas y su probabilidad relativa no puede ser aquilatada, sería inútil citarlas. Una respuesta definitiva a la última pregunta no debe esperarse, viendo que nadie puede resolver el problema más sencillo de por qué, de dos razas de salvajes, una ha ascendido más que la otra en la escala de la civilización, y esto evidentemente implica aumento de fuerza cerebral.” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.194

[2] “Se ha dicho que yo hablo de la selección natural como de una potencia activa o divinidad; pero ¿quién hace cargos a un autor que habla de la atracción de la gravedad como si regulase los movimientos de los planetas? Todos sabemos lo que se entiende e implican tales expresiones metafóricas, que son casi necesarias para la brevedad. Del mismo modo, además, es difícil evitar el personificar la palabra Naturaleza; pero por Naturaleza quiero decir sólo la acción y el resultado totales de muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en cuanto son conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas objeciones tan superficiales quedarán olvidadas.” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.67

[3] “La variabilidad no es realmente producida por el hombre; el hombre expone tan sólo, sin intención, los seres orgánicos a nuevas condiciones de vida, y entonces la naturaleza obra sobre los organismos y los hace variar. Pero el hombre puede seleccionar, y selecciona, las variaciones que le presenta la naturaleza, y las acumula así del modo deseado. Así adapta el hombre los animales y plantas a su propio beneficio o gusto…” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.440

[4] “No veo ninguna razón válida para que las opiniones expuestas en este libro ofendan los sentimientos religiosos de nadie. Es suficiente, como demostración de lo pasajeras que son estas impresiones, recordar que el mayor descubrimiento que jamás ha hecho el hombre, o sea la ley de la atracción de la gravedad, fue también atacado por Leibnitz «como subversiva de la religión natural y, por consiguiente, de la revelada». Un famoso autor y teólogo me ha escrito que «gradualmente ha ido viendo que es una concepción igualmente noble de la Divinidad creer que Ella ha creado un corto número de formas primitivas capaces de transformarse por sí mismas en otras formas necesarias, como creer que ha necesitado un acto nuevo de creación para llenar los huecos producidos por la acción de sus leyes».” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.452

martes, 9 de agosto de 2011

José Luis Romero, La cultura occidental (Nicolás)

RESUMEN: José Luis Romero. La cultura occidental, del mundo romano al siglo XX. Editorial Siglo Veintiuno. Buenos Aires. 2011

El complejo cultural resultante de la interacción de elementos romanos, hebreo-cristianos y germánicos que se constituyó en el Occidente de Europa afirmó la Cultura Occidental.
El legado romano constituía una sólida realidad, la cultura occidental se desarrollo sobre suelo romano, y la romanizad debía aportarle sus estructuras fundamentales. La romanización fue mucho más intensa en el Oeste de Europa que en el Este. Lo que se llamo Imperio Romano de Occidente no contaba con tradiciones indígenas de gran alcurnia. Iberos, Celtas, Italiotas y otros grupos menores cubrían las tierras que los romanos conquistaron durante la época republicana, y ninguno de ellos pudo resistir a la capacidad de catequesis de que dio prueba roma.
Bajo el peso del orden político y jurídico romano, apenas subsistió nada de las tradiciones de las poblaciones indígenas del Occidente, y lo que subsistió procuró adecuarse al riguroso marco que lo constreñía.
El vigoroso formalismo romano plasmó una idea del mundo que reemplazó a los débiles de creencias tradicionales de las poblaciones indígenas del Occidente, ese formalismo romano que consistió, una tendencia a crear sólidas estructuras convencionales para conformar el sistema de la convivencia. Tras el formalismo se ocultaba un realismo muy vigoroso, realismo que operaba eficazmente sobre la vida práctica confiriéndole a la experiencia a la experiencia un alto valor muy por encima de la pura contemplación. Esto llevaba a un activismo radical y a un individualismo acentuado.
Como miembro de una comunidad política, el romano aspiraba a realizarse como ciudadano, distinguiéndose en las funciones públicas, recorriendo el cursus honorum y alcanzando una gloria terrena cuya expresión era la perennidad del recuerdo. Riqueza y poder acompañaban subrepticiamente a esa idea de gloria obtenida por el servicio de la comunidad, como aspiraciones del romano, para quien la vida se realizaba sobre el mundo terreno y para quien la muerte constituía ese vago reino de sombras que Virgilio abría descripto en el canto VI de la Eneida.
Ahora bien, la difusión del cristianismo contribuyó a la crisis del Imperio, pues el cristianismo, en efecto, condenó radicalmente esta concepción de la vida. Religión de origen oriental, religión de salvación, religión de conciencia, el cristianismo negaba de modo categórico el valor supremo de la vida terrena y transfería el acento a la vida eterna que esperaba al hombre después de su muerte.
Vanidad era la riqueza, el poder y la gloria que podían adquirirse en la ciudad terrestre, a la que el cristianismo oponía la ciudad celeste, la verdadera ciudad de Dios. Vanidad era el amor humano, el goce intelectual, el refinamiento de la sensualidad, la acción. Vanidad era pues la vida misma tal como el romano la concebía, y quien se entregaba al cristianismo desertaba inevitablemente de la romanizad. El número de cristianos creció, se organizó la iglesia, y finalmente la iglesia desalojó a la religión de la triada capitolina por decisión de Teodosio el Grande. ¿Cómo se organizó la iglesia? Según el esquema del Imperio, y cuando éste cayó, subsistió esa nueva organización. Frente a los germanos que asumieron la dirección política de los nuevos reinos, y frente a la nueva realidad que esos reinos configuraron, el legado cristiano se ofreció de diversas maneras. Consistió, ante todo, en la organización eclesiástica que el imperio había alojado, en la idea de un orden jerárquico de fundamento divino y en la idea de ciertos deberes formales del hombre frente a la divinidad. Este legado fue adoptado tras las invasiones germánicas por una sociedad constituida sobre el hecho de la conquista, y convulsionado por los fenómenos de acomodación social que siguieron a ésta.
Frente a los otros dos, el legado germánico fue el más simple. Los conquistadores traían consigo una idea de la vida menos elaborada, más espontánea y más libre. Creían en lo que hay de naturaleza en el hombre y exaltaban sobre todo el valor y la destreza, el goce primario de los sentidos y la satisfacción de los apetitos. El ideal heroico encarnaba su suprema aspiración, y lo impusieron como desiderátum cuando constituyeron las aristocracias de los reinos que fundaron por la conquista.
Los tres legados confluyeron en las nuevas sociedades que se constituyeron a raíz de la conquista germánica de Imperio Romano de Occidente.
La primera etapa de la confluencia de los tres legados –romano, hebreo-cristiano y germánico- cubre los siglos de lo que habitualmente se llama Edad Media (siglos V l XV) y que acá llamaremos Primera Edad, porque al periodo que nos referimos constituye una novedad en cuanto conjuga de manera singular aquellos tres legados, configurando un estilo cultural nuevo que persistirá por muchos siglos en Occidente. Si bien, el periodo entero mencionado formó parte de lo que decíamos, fue con la llegada del orden cristiano-feudal que se constituyó, con pleno vigor, como un sistema ajustado a la realidad económica, social y política en el que habían hallado su equilibrio los tres legados, tanto en el plano institucional como en el plano espiritual. Este orden cristiano feudal entro en crisis en el siglo XIII por planteos sobre la hegemonía del poder. Se planteaba el problema de si el poder de Dios se delegaba por igual en el emperador y en el papa –esto es, en los representantes del poder temporal y del poder espiritual- o si por el contrario el vicario de Dios recibía la totalidad del poder y delegaba el poder temporal en el emperador.
El orden cristiano-feudal resultó –repitámoslo- de un sometimiento de la concepción germánica de la vida al sistema de fines que le impuso el cristianismo. Un ideal histórico de la vida, propio de las aristocracias, se conjugaba con una sobrevaloración del trasmundo, propia del cristianismo. Pero ese orden desdeñaba la significación de la realidad inmediata y con ella la del hombre común, para quien la vida no era heroísmo sino lucha con el contorno y aspiración primaria a dominarlo para alcanzar por grados una felicidad que iba desde la satisfacción de las necesidades elementales hasta los mayores refinamientos del lujo. Riqueza, goce y poder eran ideales que estaban implícitos en la concepción romana de la vida, adormecida durante siglos, pero pronto a desatarse cuando las condiciones lo permitieran.
El orden cristiano-feudal agrupaba bajo el rubro de “labradores” a todos los que ejercían la actividad económica. Ignoro pues, y por mucho tiempo aún, que esa actividad se había diversificado y había dado origen a la formación de ciertos grupos sociales que dedicaban su actividad a la manufactura y al comercio, a los que imprimieron gran desarrollo, a la burguesía.
Así, la romanidad despertó con la naciente burguesía, que basaba sus posibilidades en el activismo y comenzó a desdeñar la pura contemplación y a estimar el mundo más que el trasmundo.
Naturalismo, activismo e individualismo. Amor, goce, y sensualidad. Y poco a poco se insinúa la preocupación por el dominio de la naturaleza, esto es, por la técnica.
Ahora si, la Segunda Edad (esto es, la llamada Edad Moderna) La acción constituye ahora, inequívocamente, la vocación de la mayoría. Acción que tiene sus objetivos en el mundo terrenal y se dirige a satisfacer necesidades del hombre: se persigue la gloria o la riqueza, pero cada vez más la riqueza. Para lograrla, parece necesario alcanzar el dominio de la naturaleza que la esconde, descubrir métodos, inventar mecanismos, calcular efectos y resultados, encadenar procesos. El conocimiento de la naturaleza –utilitario o desinteresado- obsesiona a la gente que ha empezado a mirar su contorno con nuevos ojos. El hombre comienza a sentirse el más alto valor de la creación, o acaso, para algunos ya, de la naturaleza, en la que se reconoce una realidad acabada.
La danza de las cifras fantásticas comenzó a embriagar a muchos espíritus y a atraer a muchas voluntades, hacia una actividad que se organizaba ahora dentro de un sistema económico –el capitalismo- que debía regir por muchos siglos al mundo entero.
Ver y pensar, imaginar ciertos preceptos, someterlos a reiteradas pruebas e hilvanar luego principios generales, que se comprueban en la práctica, son experiencias tan embriagadoras que llenan al hombre de confianza en sus propios recursos.
Con todo esto, la nueva imagen de la vida tenía demasiado vigor para agotarse y, frente a la autoridad que encarnó la defensa de los viejos ideales, se limitó a enmascararse, a encubrir su verdadera fisonomía y a tratar de parecer inofensiva y dócil.
O sea, tras la irrupción del legado romano y el reconocimiento de su vigencia, el primer ajuste de los legados de Occidente se resuelve en otro más complejo que modifica las proporciones de los elementos integrantes y transporta suavemente el acento de unos problemas a otros. Este proceso volverá a repetirse una y otra vez, y de ahí la complejidad cada vez mayor del panorama de la cultura occidental. El desarrollo del capitalismo se produce con paso firme: las aristocracias se aburguesan. El hombre parece ser la última realidad, con sus necesidades, sus pasiones, pero también con sus ideales. El supuesto de la nueva actitud espiritual –lo que se reconoce bajo el nombre de Ilustración o Iluminismo- fue el primado de la razón. De ese supuesto arrancaba una idea del hombre y del sentido de su vida que pareció revolucionaria, aunque tenía ya siglos de elaboración –muchos de sus elementos eran típicamente cristianos-. Esta nueva conciencia unas veces condujo a la revolución –como en Inglaterra en el siglo XVII, y en los Estados Unidos, Francia o las colonias Españolas en la siguiente centuria-, otras veces buscó caminos más sutiles para triunfar. Se instaló en los típicos representantes del orden tradicional y originó ese curioso fenómeno del “despotismo ilustrado”.
En fin, la burguesía triunfaba, y con ella la idea de la vida que la alimentaba desde hacía cinco siglos. El mundo afirmaba su valor sobre el trasmundo, precisamente cuando Kant afirmaba la imposibilidad de conocer el númeno. Por un instante pareció que la tradición cristiano-feudal había sido definitivamente aniquilada, y que la Segunda Edad había impreso un nuevo sello a la cultura occidental. Pronto se vería, una vez más, que nada se pierde y todo se transforma en el mundo de la cultura.
En la Tercera Edad –llamada Edad Contemporánea- surgió un movimiento llamado Romántico, fue una reacción contra el Iluminismo. El tradicionalismo, el retorno a lo medieval idealizado, la exaltación del nacionalismo y el cristianismo, todo ellos apareció de pronto en las conciencias occidentales como una revelación, como si las conciencias occidentales hubieran descubierto que debían volver a lo que juzgaban –sin pensarlo mucho- que era su cauce tradicional. Ésta Tercera Edad resultó de la transición que se opera en el área de la cultura occidental a partir del momento en que confluyen en su seno las consecuencias de las dos revoluciones –la política de la burguesía francesa y la nueva revolución técnico-económica inglesa-, confluencia cuya primer manifestación visible es una renovación en la concepción de la vida, que, paradójicamente, se manifiesta como típicamente tradicionalista.
Cuando alguno pregunta es qué consiste la mutación, se contesta que sólo se trata de un retorno: al cristianismo, a las tradiciones patrias, al espíritu medieval. Pero no nos engañemos: es sólo un nuevo enmascaramiento.
Ciertamente, nada se ha perdido. El orden cristiano-feudal de la Primera Edad se reajustó al comienzo de la Segunda adjudicando un significado más alto al legado romano. Ahora, un poco más de metafísica, un poco más de trasmundo. Pero no con las circunstancias de antes sino con las circunstancias nuevas: con la experiencia adquirida durante la Segunda Edad.
De todos modos, el romanticismo no expresa aún el nuevo ajuste de los elementos de la cultura occidental que caracterizará a la Tercera Edad, sino tan solo el estentóreo alerta dado para que nadie olvide cuales son esos elementos. La gran revolución de la Tercera Edad es la revolución de las cosas, a la que acompaña fielmente una tendencia revolucionaria en cuanto concierne a las relaciones entre las cosas y los hombres. A la fuerza del brazo humano comenzaron a agregarse otras innumerables fuentes de energía y variadísimos recursos mecánicos para acrecentar el proceso de transformación de las materias primas en productos manufacturados. También acompaña a esta característica de la Tercera Edad, una radical inestabilidad en las situaciones de los individuos.
El retorno a la metafísica que se desarrollo, proviene de la línea tradicional, en la que se funde el legado clásico y el legado cristiano. También, de tradición romana y cristiana es la tendencia de la cultura occidental a la universalidad – pero en tanto que el cristianismo concebía una universalidad virtual independiente del universo concreta y la romanizad erigía en universo aquella parte del universo concreto que constituía su propia área del poder e influencia, la cultura occidental de esta Tercer edad, ha procurado llegar a asimilar la idea abstracta de universalidad con un universo concreto del que trató de conocer la totalidad.
Solo las regiones polares quedaban por explorar cuando la cultura occidental entró es esta Tercera Edad. El resto no sólo había sido reconocido, sino que había sido sometido a un gigantesco experimento de transculturación mucho más audaz e intensa que el que realizaron los romanos. Convencida de que era universal, de que sus principios valían para el hombre cualesquiera que fueran sus tradiciones y sus hábitos, la cultura occidental tomó posesión prácticamente del mundo y lo introdujo en su área de influencia, unas veces mediante la catequesis religiosa, otras mediante la explotación económica o el dominio político, y casi siempre por medio de una eficaz difusión de sus medios técnicos: la higiene y la medicina, la alfabetización de grandes masas y sobre todo la tecnificación industrial.
Ahora bien, un nuevo ajuste será entonces necesario, y acaso concluya con él esta Tercera Edad de la que somos apasionados testigos. Claro esta que, pasarán sus formas temporales, pasarán los que ejercen la supremacía dentro de su ámbito, pasará el mundo dividido, pero la cultura occidental no pasará. Como no han pasado nunca del todo al oscuro abismo del olvido la China de Confucio o la India de Buda, la Grecia de Platón o la Roma de Virgilio. Porque es propio de la creación del hombre sobreponerse al efímero destino del que le ha dado vida y renovarse en los hijos de los hijos.