martes, 30 de agosto de 2011

John Fiske, El destino del hombre (Nicolás)

RESUMEN: John Fiske. El destino del hombre. Traducción de Marcelino Ortiz. Ediciones Tor. Buenos Aires. 1942

El Dante, como toda la cultura humana de la época aquella, que se manifiesta en el eco de sus voces claras y armoniosas, consideraban a la tierra, el hermoso hogar del hombre, como el centro del universo y todo venía a reunirse en ella por estar organizadas las cosas para realzar la utilidad que pudiera lograr: el sol dándonos luz y calor, las estrellas presidiéndole en su carrera y detenidas en su enigmático destino; el soplo del viento haciendo estremecerse a la Naturaleza; inundaciones y diluvios; el demonio representado en la peste, lanzada sobre los campos y ciudades, todo testimoniaba la bendición o la culpa, y que el más elevado de los seres creados por Dios es el hombre. Toda la teología se basaba sobre concepciones de esta naturaleza.

¡Bajemos de su trono de una vez a la Humanidad!; ¡mirémosla como un simple incidente local dentro de una serie interminable e infinita de cambios cósmicos sin objeto!, y ¡arribemos a una doctrina que, bajo no interesa cual nombre, no es otra cosa que el Ateísmo!. Es el Ateísmo quien cambiara a la Humanidad de su especialísima posición en el mundo, y la arrojara en medio de su suerte, con las plantas que se marchitan, y las bestias que perecen. Ha sido el primer resultado de una de las más grandes y más irrebatibles verdades de la ciencia moderna, nuevamente descubierta, y confusamente comprendida, el de hacer descender a la Humanidad de su solio en el Mundo, y obligarla a ocupar un papel por completo subalterno y trivial. Los contemporáneos de Copérnico suponían que la nueva teoría destruía la teología cristiana en gran parte. En un universo en el que todo ha sido hecho sin visible relación al hombre, ¿Qué vendía a ser del preparado esquema de salvación en el cual parece todo apoyarse sobre el postulado de que el único objeto de premeditación del Dios Creador no era otro que la alimentación y cuidado del curso de la Humanidad?

Ahora bien, otra revolución se produjo a continuación y fue, una salida a este Ateísmo vacuo; el hombre no es únicamente un vertebrado, mamífero y primado, sino que pertenece a la catarrina familia de los monos, de la que es un género. Esta es la conclusión a que ha arribado la ciencia moderna con la aparición de El origen de las especies.

Es necesario reconocer que, la Humanidad, en esta situación, no puede considerarse como ocupando un lugar privativo y propio en el universo, sino que viene a ser un simple incidente dentro de una serie incalculables de cambios.

El sencillo y pródigo suceso de la supervivencia del más apto, con su poder ilimitado y eterno, se revela en la vida física del universo, no parece que tuviera parentesco alguno con nuestra alma. La creencia de un interés de beneficio, parece que debiera ser excluida de la Naturaleza, y un ciego proceso conocido por la Selección Natural es la diosa que no duerme ni descansa. Descuidada del bien y del mal, es decir, sin ética.

Si miramos bien la historia, y leemos bien a Darwin, nos damos cuenta que, lejos de degradar a la Humanidad, a colocarle en el mismo nivel el mundo animal, nos pone de manifiesto, en forma clara por vez primera, que la creación y perfeccionamiento del hombre es el fin hacia el cual ha ido inclinándose el trabajo de la Naturaleza; amplía la significación de la vida humana; poniéndola sobre una eminencia todavía más pronunciada y elevada de la que pensaron poetas y profetas, y la hace resaltar vigorosamente, considerándola como la principal formalidad de la actividad creadora que en el universo físico se revela.

En el Hombre, las escisiones con el mundo animal[1] –y vegetal también- comienzan por la acumulación de diferencias físicas. Pero llega al fin un momento admirable, prodigioso, silencioso, oculto, desconocido, como todos los comienzos de las grandes revoluciones; silencioso y escondido llega aquel sublime momento, a partir del cual las transformaciones psíquicas comienzan a ser de importancia más grande que lo habían sido los exclusivamente físicos en el bruto predecesor del hombre. El proceso de las variaciones zoológicas ha llegado a un fin, y una era de transformaciones psíquicas se inicia. Desde entonces, sólo esta suprema línea de generación llevara adelante la Evolución. De ahora en adelante, el aspecto preponderante de la Evolución será, no la génesis de las especies, sino el perfeccionamiento de la civilización. Lo que el Darwinismo nos está proponiendo es que la creación del hombre es el fin hacia el cual la naturaleza ha tendido desde el comienzo. El glorioso término del largo y obscuro trabajo de la naturaleza, no es la producción de seres más elevados, sino el mejoramiento de la Humanidad –de los hombres, el principal de los seres creados-.

La selección natural[2] a hecho desaparecer clases de vegetales y clases de animales, ha hecho surgir nuevas especies, y lo ha hecho de manera desenfrenada, hasta que el hombre se ha transformado en humano, y se produce un cambio completo en la naturaleza, por la cada vez más directa dependencia que se establece entre la vida de los seres y la voluntad de aquel; él decide a su agrado cuáles plantas y animales subsistirán sobre la tierra, y cuales de ellas han de desaparecer de su faz. Crea variedades de frutas, flores, cereales: logra animales que le sirven para asociarlos a sus labores en el progreso de la civilización[3] hasta que, por último, principia a adquirir superioridad sobre las fuerzas mecánicas, moleculares y químicas, destinadas indudablemente, en lo futuro, a dar un resultado acabadamente prodigioso y hoy apenas soñado. La selección natural irá perdiendo importancia en comparación con la llevada a cabo por el hombre. En la misteriosa historia de la creación se ha abierto un capítulo completamente nuevo.

“Progreso” se llama a éste nuevo capítulo, en donde el Hombre se ha despojado de la herencia animal; progreso significa, su paulatino lanzamiento a través de edades de lucha que poco a poco llegarán a resultar vanas e inútiles. El hombre va pasando pausadamente de un estado socialmente primitivo, en el que era algo mejor que un bruto, y marcha hacia un último estado en el que sus características se hallarán tan transformadas que no será posible notar en él lazo alguno de unión con el animal.

La Teología[4] ha podido decir mucho al respecto del pecado original. Este pecado estriba en la herencia del bruto que todo hombre lleva en sí, y el proceso de la evolución es un adelanto hacia la verdadera salvación. El profeta moderno, usando los métodos de la ciencia, puede proclamar de nuevo que el reino de los cielos está en nuestras manos.

Hemos visto, como, la doctrina de la evolución no nos lleva a tomar un punto de vista ateísta al respecto de la posición del hombre. Ahora bien, ¿Cuál es el destino del hombre? Suponemos que el que considera al hombre como el fruto acabado de la energía creadora, y la principal razón del Divino Cuidado, es llevado casi irresistiblemente a la creencia de que el camino de las almas no termina con esta vida sobre la tierra. Así, al igual que Spencer, se considera que la energía divina que se ha evidenciado a través del universo conocido, es la misma energía que se alza en nosotros bajo la forma de conciencia. Ésta chispa divina adquiere tanta concentración y fuerza suficiente que la hará capaz de sobrevivir al aniquilamiento de las formas materiales. El futuro esta iluminado con las formas resplandecientes de la esperanza. La lucha y el dolor se extinguen. La paz y el amor reinaran como soberanos.

Ahora bien, ¿Quién es John Fiske? Uno de los tantos darwinistas sociales que hay. En este caso, Fiske, discípulo fiel a las doctrinas evolucionistas sostiene –al igual que Spencer- que los problemas humanos decaen con el hombre por la ortodoxia. Admitiendo como esperanza la supervivencia del elemento espiritual. Fiske sostiene que la formación de ese elemento espiritual ha sido el objeto de las energías del Universo.



[1] “…más de un autor ha preguntado por qué en unos animales se han desarrollado las facultades mentales más que en otros, cuando tal desarrollo hubiese sido ventajoso para todos; por qué no han adquirido los monos las facultades intelectuales del hombre. Podrían asignarse diferentes causas; pero, como son conjeturas y su probabilidad relativa no puede ser aquilatada, sería inútil citarlas. Una respuesta definitiva a la última pregunta no debe esperarse, viendo que nadie puede resolver el problema más sencillo de por qué, de dos razas de salvajes, una ha ascendido más que la otra en la escala de la civilización, y esto evidentemente implica aumento de fuerza cerebral.” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.194

[2] “Se ha dicho que yo hablo de la selección natural como de una potencia activa o divinidad; pero ¿quién hace cargos a un autor que habla de la atracción de la gravedad como si regulase los movimientos de los planetas? Todos sabemos lo que se entiende e implican tales expresiones metafóricas, que son casi necesarias para la brevedad. Del mismo modo, además, es difícil evitar el personificar la palabra Naturaleza; pero por Naturaleza quiero decir sólo la acción y el resultado totales de muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en cuanto son conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas objeciones tan superficiales quedarán olvidadas.” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.67

[3] “La variabilidad no es realmente producida por el hombre; el hombre expone tan sólo, sin intención, los seres orgánicos a nuevas condiciones de vida, y entonces la naturaleza obra sobre los organismos y los hace variar. Pero el hombre puede seleccionar, y selecciona, las variaciones que le presenta la naturaleza, y las acumula así del modo deseado. Así adapta el hombre los animales y plantas a su propio beneficio o gusto…” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.440

[4] “No veo ninguna razón válida para que las opiniones expuestas en este libro ofendan los sentimientos religiosos de nadie. Es suficiente, como demostración de lo pasajeras que son estas impresiones, recordar que el mayor descubrimiento que jamás ha hecho el hombre, o sea la ley de la atracción de la gravedad, fue también atacado por Leibnitz «como subversiva de la religión natural y, por consiguiente, de la revelada». Un famoso autor y teólogo me ha escrito que «gradualmente ha ido viendo que es una concepción igualmente noble de la Divinidad creer que Ella ha creado un corto número de formas primitivas capaces de transformarse por sí mismas en otras formas necesarias, como creer que ha necesitado un acto nuevo de creación para llenar los huecos producidos por la acción de sus leyes».” Charles Darwin. El origen de las especies. cervantesvirtual.com. Traductor, Antonio de Zulueta. p.452

martes, 9 de agosto de 2011

José Luis Romero, La cultura occidental (Nicolás)

RESUMEN: José Luis Romero. La cultura occidental, del mundo romano al siglo XX. Editorial Siglo Veintiuno. Buenos Aires. 2011

El complejo cultural resultante de la interacción de elementos romanos, hebreo-cristianos y germánicos que se constituyó en el Occidente de Europa afirmó la Cultura Occidental.
El legado romano constituía una sólida realidad, la cultura occidental se desarrollo sobre suelo romano, y la romanizad debía aportarle sus estructuras fundamentales. La romanización fue mucho más intensa en el Oeste de Europa que en el Este. Lo que se llamo Imperio Romano de Occidente no contaba con tradiciones indígenas de gran alcurnia. Iberos, Celtas, Italiotas y otros grupos menores cubrían las tierras que los romanos conquistaron durante la época republicana, y ninguno de ellos pudo resistir a la capacidad de catequesis de que dio prueba roma.
Bajo el peso del orden político y jurídico romano, apenas subsistió nada de las tradiciones de las poblaciones indígenas del Occidente, y lo que subsistió procuró adecuarse al riguroso marco que lo constreñía.
El vigoroso formalismo romano plasmó una idea del mundo que reemplazó a los débiles de creencias tradicionales de las poblaciones indígenas del Occidente, ese formalismo romano que consistió, una tendencia a crear sólidas estructuras convencionales para conformar el sistema de la convivencia. Tras el formalismo se ocultaba un realismo muy vigoroso, realismo que operaba eficazmente sobre la vida práctica confiriéndole a la experiencia a la experiencia un alto valor muy por encima de la pura contemplación. Esto llevaba a un activismo radical y a un individualismo acentuado.
Como miembro de una comunidad política, el romano aspiraba a realizarse como ciudadano, distinguiéndose en las funciones públicas, recorriendo el cursus honorum y alcanzando una gloria terrena cuya expresión era la perennidad del recuerdo. Riqueza y poder acompañaban subrepticiamente a esa idea de gloria obtenida por el servicio de la comunidad, como aspiraciones del romano, para quien la vida se realizaba sobre el mundo terreno y para quien la muerte constituía ese vago reino de sombras que Virgilio abría descripto en el canto VI de la Eneida.
Ahora bien, la difusión del cristianismo contribuyó a la crisis del Imperio, pues el cristianismo, en efecto, condenó radicalmente esta concepción de la vida. Religión de origen oriental, religión de salvación, religión de conciencia, el cristianismo negaba de modo categórico el valor supremo de la vida terrena y transfería el acento a la vida eterna que esperaba al hombre después de su muerte.
Vanidad era la riqueza, el poder y la gloria que podían adquirirse en la ciudad terrestre, a la que el cristianismo oponía la ciudad celeste, la verdadera ciudad de Dios. Vanidad era el amor humano, el goce intelectual, el refinamiento de la sensualidad, la acción. Vanidad era pues la vida misma tal como el romano la concebía, y quien se entregaba al cristianismo desertaba inevitablemente de la romanizad. El número de cristianos creció, se organizó la iglesia, y finalmente la iglesia desalojó a la religión de la triada capitolina por decisión de Teodosio el Grande. ¿Cómo se organizó la iglesia? Según el esquema del Imperio, y cuando éste cayó, subsistió esa nueva organización. Frente a los germanos que asumieron la dirección política de los nuevos reinos, y frente a la nueva realidad que esos reinos configuraron, el legado cristiano se ofreció de diversas maneras. Consistió, ante todo, en la organización eclesiástica que el imperio había alojado, en la idea de un orden jerárquico de fundamento divino y en la idea de ciertos deberes formales del hombre frente a la divinidad. Este legado fue adoptado tras las invasiones germánicas por una sociedad constituida sobre el hecho de la conquista, y convulsionado por los fenómenos de acomodación social que siguieron a ésta.
Frente a los otros dos, el legado germánico fue el más simple. Los conquistadores traían consigo una idea de la vida menos elaborada, más espontánea y más libre. Creían en lo que hay de naturaleza en el hombre y exaltaban sobre todo el valor y la destreza, el goce primario de los sentidos y la satisfacción de los apetitos. El ideal heroico encarnaba su suprema aspiración, y lo impusieron como desiderátum cuando constituyeron las aristocracias de los reinos que fundaron por la conquista.
Los tres legados confluyeron en las nuevas sociedades que se constituyeron a raíz de la conquista germánica de Imperio Romano de Occidente.
La primera etapa de la confluencia de los tres legados –romano, hebreo-cristiano y germánico- cubre los siglos de lo que habitualmente se llama Edad Media (siglos V l XV) y que acá llamaremos Primera Edad, porque al periodo que nos referimos constituye una novedad en cuanto conjuga de manera singular aquellos tres legados, configurando un estilo cultural nuevo que persistirá por muchos siglos en Occidente. Si bien, el periodo entero mencionado formó parte de lo que decíamos, fue con la llegada del orden cristiano-feudal que se constituyó, con pleno vigor, como un sistema ajustado a la realidad económica, social y política en el que habían hallado su equilibrio los tres legados, tanto en el plano institucional como en el plano espiritual. Este orden cristiano feudal entro en crisis en el siglo XIII por planteos sobre la hegemonía del poder. Se planteaba el problema de si el poder de Dios se delegaba por igual en el emperador y en el papa –esto es, en los representantes del poder temporal y del poder espiritual- o si por el contrario el vicario de Dios recibía la totalidad del poder y delegaba el poder temporal en el emperador.
El orden cristiano-feudal resultó –repitámoslo- de un sometimiento de la concepción germánica de la vida al sistema de fines que le impuso el cristianismo. Un ideal histórico de la vida, propio de las aristocracias, se conjugaba con una sobrevaloración del trasmundo, propia del cristianismo. Pero ese orden desdeñaba la significación de la realidad inmediata y con ella la del hombre común, para quien la vida no era heroísmo sino lucha con el contorno y aspiración primaria a dominarlo para alcanzar por grados una felicidad que iba desde la satisfacción de las necesidades elementales hasta los mayores refinamientos del lujo. Riqueza, goce y poder eran ideales que estaban implícitos en la concepción romana de la vida, adormecida durante siglos, pero pronto a desatarse cuando las condiciones lo permitieran.
El orden cristiano-feudal agrupaba bajo el rubro de “labradores” a todos los que ejercían la actividad económica. Ignoro pues, y por mucho tiempo aún, que esa actividad se había diversificado y había dado origen a la formación de ciertos grupos sociales que dedicaban su actividad a la manufactura y al comercio, a los que imprimieron gran desarrollo, a la burguesía.
Así, la romanidad despertó con la naciente burguesía, que basaba sus posibilidades en el activismo y comenzó a desdeñar la pura contemplación y a estimar el mundo más que el trasmundo.
Naturalismo, activismo e individualismo. Amor, goce, y sensualidad. Y poco a poco se insinúa la preocupación por el dominio de la naturaleza, esto es, por la técnica.
Ahora si, la Segunda Edad (esto es, la llamada Edad Moderna) La acción constituye ahora, inequívocamente, la vocación de la mayoría. Acción que tiene sus objetivos en el mundo terrenal y se dirige a satisfacer necesidades del hombre: se persigue la gloria o la riqueza, pero cada vez más la riqueza. Para lograrla, parece necesario alcanzar el dominio de la naturaleza que la esconde, descubrir métodos, inventar mecanismos, calcular efectos y resultados, encadenar procesos. El conocimiento de la naturaleza –utilitario o desinteresado- obsesiona a la gente que ha empezado a mirar su contorno con nuevos ojos. El hombre comienza a sentirse el más alto valor de la creación, o acaso, para algunos ya, de la naturaleza, en la que se reconoce una realidad acabada.
La danza de las cifras fantásticas comenzó a embriagar a muchos espíritus y a atraer a muchas voluntades, hacia una actividad que se organizaba ahora dentro de un sistema económico –el capitalismo- que debía regir por muchos siglos al mundo entero.
Ver y pensar, imaginar ciertos preceptos, someterlos a reiteradas pruebas e hilvanar luego principios generales, que se comprueban en la práctica, son experiencias tan embriagadoras que llenan al hombre de confianza en sus propios recursos.
Con todo esto, la nueva imagen de la vida tenía demasiado vigor para agotarse y, frente a la autoridad que encarnó la defensa de los viejos ideales, se limitó a enmascararse, a encubrir su verdadera fisonomía y a tratar de parecer inofensiva y dócil.
O sea, tras la irrupción del legado romano y el reconocimiento de su vigencia, el primer ajuste de los legados de Occidente se resuelve en otro más complejo que modifica las proporciones de los elementos integrantes y transporta suavemente el acento de unos problemas a otros. Este proceso volverá a repetirse una y otra vez, y de ahí la complejidad cada vez mayor del panorama de la cultura occidental. El desarrollo del capitalismo se produce con paso firme: las aristocracias se aburguesan. El hombre parece ser la última realidad, con sus necesidades, sus pasiones, pero también con sus ideales. El supuesto de la nueva actitud espiritual –lo que se reconoce bajo el nombre de Ilustración o Iluminismo- fue el primado de la razón. De ese supuesto arrancaba una idea del hombre y del sentido de su vida que pareció revolucionaria, aunque tenía ya siglos de elaboración –muchos de sus elementos eran típicamente cristianos-. Esta nueva conciencia unas veces condujo a la revolución –como en Inglaterra en el siglo XVII, y en los Estados Unidos, Francia o las colonias Españolas en la siguiente centuria-, otras veces buscó caminos más sutiles para triunfar. Se instaló en los típicos representantes del orden tradicional y originó ese curioso fenómeno del “despotismo ilustrado”.
En fin, la burguesía triunfaba, y con ella la idea de la vida que la alimentaba desde hacía cinco siglos. El mundo afirmaba su valor sobre el trasmundo, precisamente cuando Kant afirmaba la imposibilidad de conocer el númeno. Por un instante pareció que la tradición cristiano-feudal había sido definitivamente aniquilada, y que la Segunda Edad había impreso un nuevo sello a la cultura occidental. Pronto se vería, una vez más, que nada se pierde y todo se transforma en el mundo de la cultura.
En la Tercera Edad –llamada Edad Contemporánea- surgió un movimiento llamado Romántico, fue una reacción contra el Iluminismo. El tradicionalismo, el retorno a lo medieval idealizado, la exaltación del nacionalismo y el cristianismo, todo ellos apareció de pronto en las conciencias occidentales como una revelación, como si las conciencias occidentales hubieran descubierto que debían volver a lo que juzgaban –sin pensarlo mucho- que era su cauce tradicional. Ésta Tercera Edad resultó de la transición que se opera en el área de la cultura occidental a partir del momento en que confluyen en su seno las consecuencias de las dos revoluciones –la política de la burguesía francesa y la nueva revolución técnico-económica inglesa-, confluencia cuya primer manifestación visible es una renovación en la concepción de la vida, que, paradójicamente, se manifiesta como típicamente tradicionalista.
Cuando alguno pregunta es qué consiste la mutación, se contesta que sólo se trata de un retorno: al cristianismo, a las tradiciones patrias, al espíritu medieval. Pero no nos engañemos: es sólo un nuevo enmascaramiento.
Ciertamente, nada se ha perdido. El orden cristiano-feudal de la Primera Edad se reajustó al comienzo de la Segunda adjudicando un significado más alto al legado romano. Ahora, un poco más de metafísica, un poco más de trasmundo. Pero no con las circunstancias de antes sino con las circunstancias nuevas: con la experiencia adquirida durante la Segunda Edad.
De todos modos, el romanticismo no expresa aún el nuevo ajuste de los elementos de la cultura occidental que caracterizará a la Tercera Edad, sino tan solo el estentóreo alerta dado para que nadie olvide cuales son esos elementos. La gran revolución de la Tercera Edad es la revolución de las cosas, a la que acompaña fielmente una tendencia revolucionaria en cuanto concierne a las relaciones entre las cosas y los hombres. A la fuerza del brazo humano comenzaron a agregarse otras innumerables fuentes de energía y variadísimos recursos mecánicos para acrecentar el proceso de transformación de las materias primas en productos manufacturados. También acompaña a esta característica de la Tercera Edad, una radical inestabilidad en las situaciones de los individuos.
El retorno a la metafísica que se desarrollo, proviene de la línea tradicional, en la que se funde el legado clásico y el legado cristiano. También, de tradición romana y cristiana es la tendencia de la cultura occidental a la universalidad – pero en tanto que el cristianismo concebía una universalidad virtual independiente del universo concreta y la romanizad erigía en universo aquella parte del universo concreto que constituía su propia área del poder e influencia, la cultura occidental de esta Tercer edad, ha procurado llegar a asimilar la idea abstracta de universalidad con un universo concreto del que trató de conocer la totalidad.
Solo las regiones polares quedaban por explorar cuando la cultura occidental entró es esta Tercera Edad. El resto no sólo había sido reconocido, sino que había sido sometido a un gigantesco experimento de transculturación mucho más audaz e intensa que el que realizaron los romanos. Convencida de que era universal, de que sus principios valían para el hombre cualesquiera que fueran sus tradiciones y sus hábitos, la cultura occidental tomó posesión prácticamente del mundo y lo introdujo en su área de influencia, unas veces mediante la catequesis religiosa, otras mediante la explotación económica o el dominio político, y casi siempre por medio de una eficaz difusión de sus medios técnicos: la higiene y la medicina, la alfabetización de grandes masas y sobre todo la tecnificación industrial.
Ahora bien, un nuevo ajuste será entonces necesario, y acaso concluya con él esta Tercera Edad de la que somos apasionados testigos. Claro esta que, pasarán sus formas temporales, pasarán los que ejercen la supremacía dentro de su ámbito, pasará el mundo dividido, pero la cultura occidental no pasará. Como no han pasado nunca del todo al oscuro abismo del olvido la China de Confucio o la India de Buda, la Grecia de Platón o la Roma de Virgilio. Porque es propio de la creación del hombre sobreponerse al efímero destino del que le ha dado vida y renovarse en los hijos de los hijos.

Francisco Romero, La cultura occidental (Nicolás)

RESUMEN: Francisco Romero. “La cultura occidental”, publicado en la revista Realidad. 1948

El hombre es un ser abierto, en tensión, en proyección. Apenas traspasa los linderos de la animalidad y de la vida semi-animal, esclavas de las más imperiosas exigencias vitales, aspira sin reposo, en lo que se pudiera denominar provisionalmente un anhelo de infinitud o de absoluto. Para que su vida tenga sentido, necesita proyectarla sobre una magnitud que infinitamente la sobrepase. “La vida –ha escrito Simmel- es siempre más vida y más que vida”. La vida, pues, es aquello que no se satisface con lo que ella misma es en cada instante. El hombre, por la inteligencia y también por el sentimiento, es en cuanto sujeto y en cada unidad el ser universal; toma el mundo a su cargo, lo convierte en asunto suyo, quiere comprenderlo y modificarlo, lo aprueba o desaprueba. Ese antropocentrismo de las religiones y de las filosofías, que tantas veces ha parecido ingenuo y anticientífico, encarna una verdad profunda. El hombre se sitúa por encima de la naturaleza, la domina y la envuelve. Al convertir la totalidad en asunto suyo, el hombre vive de continuo en intención de totalidad; sólo hay una cosa que cabalmente lo satisfaga, y esa cosa se llama: todo. Para dar sentido pleno a su existencia tiene que enfocarla hacia el todo, así en el orden del conocimiento como en el de las realizaciones. Nada parcial le contenta definitivamente.
La cultura de la India, la de China y la Occidental supieron hallar, cada una a su modo, una formula de la totalidad.
La cultura Hindú, los seres coinciden con el anhelo y el propósito de reintegrar en la gran realidad única la propia existencia del sujeto. El hombre ve lo absoluto en el gran fondo metafísico único, sola realidad verdadera, en la cual procura desleírse y anularse para dar sentido a su propia vida, que como existencia separada y transitoria es ilusión, apariencia, una pura nada.
En la China tradicional, el individuo significa poco; la vida del hombre aislado, del soltero en cualquier tipo de existencia extra-familiar es imposible y casi inconcebible, salvo en la condición de ermitaño taoísta o monje budista. Configurada así la vida humana con un predominio de los modos familiares y comunales, alcanza su sentido en función de ellos y sin una significación considerable de la existencia propiamente personal.
Podemos hallar una nota común en estas actitudes índica y china: la subordinación voluntaria del individuo a una instancia ultra-personal. Es como si los hombres de esas culturas se arrojaran al agua, pero con intenciones diferentes: el hindú para ahogarse, el chino para flotar pasivamente a merced de las olas. En ambos hay una voluntad de abandono, una entrega; en ambos el hombre se resigna y dimite.
En oposición a ellos, el occidental mantiene su autonomía, guarda distancia frente a sus contornos y preserva en él y robustece el principio individual.
La India dice: “todo”. La China dice “nosotros”. El Occidental tiene también su palabra; dice: “yo”.
Sin duda el Oriente, representado por sus dos cosmovisiones más grandiosas, ha sabido hallar dos claves que satisfacen el requisito de totalidad, indispensable para dar un sentido a la vida. Lo malo –por lo menos desde nuestro punto de vista occidental- es que una de esas claves niega la vida y la otra la paraliza.
El hindú niega el tiempo y la historia en nombre de la realidad intemporal; el chino, en cuanto permanece fiel a sus módulos heredados, desprecia el cambio y no se preocupa en hacer historia. El occidental, en cambio, necesita del tiempo y de la historia; con temporalidad e historicidad amasa su vida.
Como dijimos, la palabra del Occidental es: “yo”. El yo actual del hombre, de cada hombre, es una realidad ilimitada e imperfecta que de ninguna manera podría convertirse en la clave de una cultura. El occidental afirma su alma presente, pero no se contenta con ello. Busca él también un infinito, pero lo quiere en términos de alma, profundizando en la suya, y no renunciando a ella como los hombres de las otras culturas. El yo que el occidental afirma es doble: sin duda es su propia realidad existente, pero lo que da sentido a esa actualidad es la posibilidad infinita que en ella presiente o descubre. El hombre lo es en cuanto da sentido a su vida, y darle sentido es justificarla.
El oriental queda justificado al remitirse a una instancia que lo supera y lo anula; el occidental vive justificándose cada día y aun a cada instante, justificando su ser efectivo por su ser anhelado, bregando por realizar –entre tropiezos y desfallecimientos- la imagen idealizada de sí mismo, tratando de implantar en su propio yo incompleto el yo absoluto capaz de satisfacerlo. La historia del Occidente es la pugna del sujeto relativo por corregir su relatividad y levantarse sobre ella, la peregrinación del individuo en busca de la persona.
El sujeto se pone ante su objeto, ante el mundo, guardando distancia, manteniendo con él un severo frente a frente. Desde el principio toma en cuenta que en el conocimiento se contrapone él, el sujeto, a algo que no es él, el objeto, y se resuelve a conservar la separación entre ambos.
Cada uno afirma una cosa con alcance universal y único, y sus tesis, es cierto, difieren, se contradicen y entran en conflicto; pero reparemos en que todos, tácitamente, vienen a sostener también algo en lo cual sin excepción coinciden: el derecho y capacidad del sujeto para abarcar la realidad, para decir lo que es; la consistencia y dignidad del cognoscente ante lo conocido o por conocer.
En cambio, el sujeto Oriental se halla dominado por la convicción de ser la parte inseparable de un gran todo, cuando no un accidente insignificante, y no confía en sí mismo, no cree que su razón pueda aprisionar cognoscitivamente el mundo en una red de juicios. Tampoco exige al conocimiento que le traiga la realidad transformada en imágenes y nociones, para enriquecer con ellas su ámbito interior, sino más bien que le entreabra una puerta para ingresar él mismo en la realidad y anegarse en ella. Ésta noción Oriental es comparable con la posición de fe de Parménides en la inteligibilidad plena de lo real; con la doctrina platónica de que ha sido dado al hombre en una vida anterior contemplar las Ideas cara a cara; con la opinión de Aristóteles de que la inteligencia es aquello que por su esencia lo abraza todo y puede llegar a ser todas las cosas; tesis todas ellas que levantan al hombre al nivel de lo absoluto, pero sin asimilación a lo que no es él, sin renuncia a su ser individual. El oriental entiende el saber como fusión, y aun como una fusión cuya consecuencia es la autoinmolación del sujeto; el occidental lo concibe como una contemplación que avanza en ahondamiento, en precisiones, en especificaciones; como un progresivo dominio intelectual sobre el objeto. El occidental se construye dentro de sí la meta de alcance absoluto cuya persecución dará sentido a su existencia; esa meta es el espíritu en su realización personal y colectiva, la individualidad humana como persona y la comunidad como el consorcio de las personas libres e iguales. Este hombre no ignora ni desprecia el mundo, pero tampoco se anula ante él.
El Occidental se resuelve a ser, a no dimitir ni entregarse, a no renunciar a aquello que siente en sí como realidad o como germen. Y al pugnar por atribuir sentido a su vida, halla en sí mismo, en la parte o componente espiritual de su alma, la instancia capaz de satisfacerlo. El espíritu es, como ya se indicó, un absoluto; en la realización del acto espiritual, el sujeto se levanta sobre cualquier particularismo, sobre toda limitación individual, y opera como si un ser universal habitara en él.
La dualidad de psique y espíritu, como se observó ya, es condición general del hombre, y de ninguna manera peculiaridad del occidental. Lo propio del occidental es la energía que alcanzan en él estos dos principios y, como consecuencia de ella, la aguda contraposición entre ambos, con frecuencia sumamente violenta. Para el hombre occidental, el principio espiritual no es sólo, como para los demás ejemplares humanos, uno de los componentes actuales de su interioridad, sino además una meta, un programa, un destino. Al elegirlo como la instancia de absoluto o de infinitud que dará sentido y satisfacción a su vida, no pueden bastarle sus manifestaciones presentes, incompletas y precarias, en constante peligro frente a las resistencias del orden natural, ante el reclamo potente de las necesidades vitales, los instintos y los intereses individuales de todo género. Centrar la vida en sí y buscarle la suprema justificación por el lado de la espiritualidad, de ninguna manera equivale a contentarse con la dosis de espíritu que advierte en él y comprueba en sus semejantes en un momento dado. El triunfo definitivo y completo del principio espiritual, su soberanía plena en el alma y en la configuración de la vida, es lo único capaz de contentarlo, y así queda dibujado el ideal cuya esperanza de realización dará sentido a su existencia.
Ahora bien, el occidental, que de antemano se ha negado a cumplir esta exigencia por la sumisión a algo ajeno a él, por el sometimiento o la dimisión, afronta la grave tarea de agrandar en sí el principio de estirpe universal que lleva dentro; de traer a si íntimo recinto todo lo existente, en los términos de conocimiento, en el saber gobernado únicamente por el criterio de la verdad; de organizar paulatinamente la convivencia en cuanto consorcio de personas y según las normas de la ética. Todo esto supone la lucha contra aquellos intereses y fuerzas que se oponen a la vigencia del principio espiritual, contra los móviles individuales adversarios de los de alcance universal; lucha en el tiempo, larga pugna que es la historia.
El occidental se llega a sentir el responsable del mundo. El occidental es activista. Es intelectualista y finalmente, el occidental es individualista. Cierto es que, debido al anti-intelectualismo, anti-activismo y anti- o supra-individualismo la cultura occidental está sufriendo una gran crisis.

lunes, 8 de agosto de 2011

Superhombre, la muerte de Dios y La Voluntad de poder (Nicolás)

Tras la muerte de Dios, el verdadero lenguaje del hombre no es ya el nombrar a los Dioses, la invocación de lo santo. Ahora el lenguaje del hombre, es el lenguaje del hombre al hombre. La proclamación de la suprema posibilidad humana, la doctrina del Superhombre.
Muerto Dios suceden dos cosas: 1º surge el peligro de un tremendo empobrecimiento del ser humano, de una horrible trivialización en un ateismo superficial y en el desenfreno moral; la tendencia idealista se atrofia, la vida se torna “iluminada”, racionalista y banal. O también, 2º la tendencia idealista permanece, pero no se pierde ya venerando lo creado por ella misma como si fuera algo extraño, el Dios transmundano y el decálogo por él promulgado, sino que cobra conciencia de su naturaleza creadora y proyecta ahora conscientemente nuevos ideales creados por el hombre.
Tras la muerte de Dios, hay que mantener el carácter heroico de la existencia humana, ¡firmemente! Hay que devolver a la vida, aquellos que, como Dios, parecía extraño y perteneciente al más allá.
Ni una libertad para Dios, ni una libertad para la nada, sino libertad para la tierra. Donde se hallaba Dios para el hombre prisionero de su auto alienación se encuentra ahora la Tierra.
Ahora bien, esta idea de superación no está fundada en una idea darwinista, ni en una hipótesis-científica-natur al, el hombre es un ser que se supera a sí mismo porque en él la esencia universal de la vida en cuanto tal, la voluntad de poder se conoce y puede conocerse a sí misma. ¡Conocer la voluntad de poder, exige al mismo tiempo, la muerte de Dios! –Y viceversa-
Existen transformaciones del espíritu que permiten el pasaje de la auto alienación a la libertad creadora que se conoce a sí misma o bien, el pasaje del “tu debes” al “yo quiero”: En principio el camello, el hombre que se inclina ante la omnipotencia de Dios, ante la sublimidad de la ley moral, se arrastra y se carga voluntariamente con los grandes pesos, es el hombre del idealismo, el que no desea tener facilidades, desprecia la ligereza de la vida ordinaria y pequeña, quiere tareas en que demostrar sus fuerzas y está sometido y restringido –voluntariamente- al mandamiento “tu debes”.
El león, en el que la moral se auto-elimina a causa de la veracidad (por motivos ideales tiene lugar la inversión del idealismo), el que arroja de sí las cargas que lo agobiaban –desde fuera-, el que lucha con su último Dios “la moral objetiva”, el que libera la libertad que en él dormía (la libertad del león sabe decir “¡No!” porque es una libertad negativa), es el que se da cuenta de que Dios, la moral objetiva y la cosa en sí metafísica son ilusiones de una auto alienación idealista, en fin, el león es la libertad de… pero no la libertad para…
Negar los valores antiguos y vulnerables, negar la trascendencia de tales valores, la salida de la auto alienación de la existencia humana no es todavía una proyección nueva, no es aún una nueva productividad creadora, constructiva, de la humanidad liberada.
El niño, por último que es un santo decir “Si”, es la libertad positiva, la libertad creadora. Es el juego –no es ya pleno juego dionisiaco del mundo, no es el juego del fondo primordial, que edifica y destruye el mundo fenoménico. Más bien se lo concibe como el juego de la estimación axiológica del hombre, como la proyección lúdica de mundos de valores-.
El conocimiento de la muerte de Dios se expresa en:
“La virtud”, antes del cambio, como un sueño de la vida en el que el hombre no ha despertado todavía a sí mismo.
“El trans-mundo”, que tiene origen terreno, es un sueño, mediante el cual quiere el hombre redimirse de su sufrimiento.
Y el “Desprecio del cuerpo”, voluntad de decadencia que se desconoce a sí misma.
Dios no limita más al hombre, por lo tanto, su terreno de juego de la libertad, es inabarcable. Pero no nos confundamos, el hombre NO ocupa el lugar de Dios, lo hace la Tierra –tal vez sea una Diosa antiquísima, pero una Diosa informe, sin perfiles, que está cercana y es difícil de aprehender-.
De lo anterior se deduce la doctrina de la voluntad de poder, el hombre transformado, hecho niño, es el creador. El hombre autentico, esencial, el “creador” no significa el hombre de trabajo, sino el hombre que juega creando, que dicta valores, que posee una voluntad grande, que se marca una meta, que se aventura a trazar un nuevo proyecto.
Esto es posible sin Dios. Ya que éste es una contradicción de la libertad humana. ¿no existe limites para este nuevo hombre? Si, el único límite de su libertad soportable es la Tierra. Es decir, no el poder de un Ser aislado y extraño, sino la omnipotencia como potencia propia del universo.
Antes, se desvalorizaba la voluntad de futuro del creador por la misma actitud idealista que negaba el tiempo, haciendo de éste un mero fenómeno. La muerte de Dios representa la desaparición de tal negación y el reconocimiento del tiempo como dimensión verdadera de todo Ser. Nietzsche quiere restituir el Ser –entendido como “Tierra”- al tiempo y pensar una conexión fundamental entre Ser y Tiempo (tiempo real, que no podemos pasar por alto ni superar, el ir y venir de las cosas, el cambio permanente. Es decir, el cauce del creador)
El creador está dentro del tiempo, su crear consiste en edificar y construir, en proyectar metas finitas y superarlas, ¡hay que experimentar y reconocer nuestra finitud!
Proyectarse hacia posibilidades futuras no es más que la finitud y el tiempo mismo. O dicho de otro modo, el Querer (destruir lo que era y buscar lo que todavía no es)
El más acá, lo terreno y mundano, lo espacio-temporal, que es el escenario de nuestra vida, no está ya desvalorizado como algo provisional, superficial e inauténtico. El verdadero mundo no está situado más allá del espacio y del tiempo, como cosa en sí a la que únicamente puede llegarse con el pensamiento, como reino de las ideas, como dios y su reino celestial.
Ahora, ¿Qué quiere decir que el espíritu y el alma son solo algo del cuerpo? En el viraje existencial hacia el superhombre, el espíritu y la libertad se reintegran a la tierra, se reconocen como una parte de ella.
El cuerpo es la realidad terrena de nuestra existencia, es la única realidad. Somos tierra. Las cosas, lo existente individual ha surgido en cada caso de la Tierra, ha salido de ella, pero sin por ello haberla abandonado. La Tierra es el fondo sostenedor sobre el que descansa todo existente finito. Está presente en todo, y no está ni lejos ni cerca. Está permanentemente presente, pero nunca es objeto.
¿La Tierra es algo meramente existente? Y por lo que acabamos de decir lo podemos negar, agregando que es lo que hace surgir todo de sí. Tierra es Poiesis. Y de igual manera ve la definición esencial del hombre en su creatividad. En su libertad creadora.
Ahora bien, todas las cosas, ya sean hombres o animales, o simples piedras del campo, son productos de la Tierra, creación de su vida que engendra y que da, que regala. Ésta vida de la Tierra es para Nietzsche, la Voluntad de Poder.
Amor, muerte y placer; noche, insondeabilidad y sepulcros (“Canción de la noche”, “Canción del baile”, “Canción de los sepulcros”): todo esto vibra en la llamada cantarina de lo femenino, de la Mujer de las mujeres, de la que da a luz todo: la Tierra.
En el capitulo “de la superación de sí mismo” dice que el pensador parece ser contrario a toda voluntad de poder; es la entrega pura, no enturbiada por ningún interés, del hombre a lo que existe. Con conceptos se explica el pensador lo existente, detiene el curso del devenir, petrifica en productos estables lo que en verdad jamás se detiene.
Claro, que la superación de sí mismo no tiene aquí un sentido ascético; es precisamente lo contrario de ello. La vida posee una tendencia a ascender, crea productos de poder y no se detiene jamás. Es inquietud y movimiento (no un movimiento lineal, que no se trasciende nunca a sí mismo)
La vida no es una corriente que lo abarca todo, sino más bien, la lucha constante y el antagonismo de todo existente individual contra todos los demás. Forma las tensiones polares en que todo lucha contra todo y sin embargo, ella, envuelve todas las cosas. Éstas, no desaparecen sin más en la indistinción de la vida que todo lo rodea, no se disuelven en ella, antes bien, son lanzadas a la contraposición y la lucha. En el juego de la vida, mora la diferencia.
La Voluntad de Poder no es la tendencia a detenerse en una posición de poder ya conquistada, sino que es siempre voluntad de sobreponer y de sobre dominio. La voluntad de poder hace tales a todas las cosas finitas y las mantiene en movimiento en el antagonismo de la discordia y la lucha. Ahora bien, Nietzsche llega a la voluntad de poder partiendo del hombre creador. Y ambos no son, sin el Tiempo.
El Tiempo, que se desliza más silenciosamente que cualquier otra cosa, es un problema pensarlo en relación al Poder. ¿Es el Tiempo una sucesión infinita de momentos, que todo lo sido está fijo y únicamente lo futuro constituye el ámbito de la Voluntad? ¿No le queda a la Voluntad de Poder otra cosa que reconocer el poder superior del Tiempo, Poder que se encuentra en la fijación de lo sido, es decir, no le queda otra cosa que reconciliarse con el Tiempo inexorable? ¿Puede la Voluntad querer solo ilimitadamente hacia adelante y jamás hacia atrás?
¿Existe un saber más profundo acerca del tiempo para poder dar con estos problemas? Si, lo que Nietzsche expondrá en la tercer parte del Zaratustra, el Eterno Retorno de lo mismo.

Resumen, de los capitulos: "Superhombre y la muerte de Dios" y "La Voluntad de poder" en Fink, La filosofía de Nietzsche