martes, 9 de agosto de 2011

Francisco Romero, La cultura occidental (Nicolás)

RESUMEN: Francisco Romero. “La cultura occidental”, publicado en la revista Realidad. 1948

El hombre es un ser abierto, en tensión, en proyección. Apenas traspasa los linderos de la animalidad y de la vida semi-animal, esclavas de las más imperiosas exigencias vitales, aspira sin reposo, en lo que se pudiera denominar provisionalmente un anhelo de infinitud o de absoluto. Para que su vida tenga sentido, necesita proyectarla sobre una magnitud que infinitamente la sobrepase. “La vida –ha escrito Simmel- es siempre más vida y más que vida”. La vida, pues, es aquello que no se satisface con lo que ella misma es en cada instante. El hombre, por la inteligencia y también por el sentimiento, es en cuanto sujeto y en cada unidad el ser universal; toma el mundo a su cargo, lo convierte en asunto suyo, quiere comprenderlo y modificarlo, lo aprueba o desaprueba. Ese antropocentrismo de las religiones y de las filosofías, que tantas veces ha parecido ingenuo y anticientífico, encarna una verdad profunda. El hombre se sitúa por encima de la naturaleza, la domina y la envuelve. Al convertir la totalidad en asunto suyo, el hombre vive de continuo en intención de totalidad; sólo hay una cosa que cabalmente lo satisfaga, y esa cosa se llama: todo. Para dar sentido pleno a su existencia tiene que enfocarla hacia el todo, así en el orden del conocimiento como en el de las realizaciones. Nada parcial le contenta definitivamente.
La cultura de la India, la de China y la Occidental supieron hallar, cada una a su modo, una formula de la totalidad.
La cultura Hindú, los seres coinciden con el anhelo y el propósito de reintegrar en la gran realidad única la propia existencia del sujeto. El hombre ve lo absoluto en el gran fondo metafísico único, sola realidad verdadera, en la cual procura desleírse y anularse para dar sentido a su propia vida, que como existencia separada y transitoria es ilusión, apariencia, una pura nada.
En la China tradicional, el individuo significa poco; la vida del hombre aislado, del soltero en cualquier tipo de existencia extra-familiar es imposible y casi inconcebible, salvo en la condición de ermitaño taoísta o monje budista. Configurada así la vida humana con un predominio de los modos familiares y comunales, alcanza su sentido en función de ellos y sin una significación considerable de la existencia propiamente personal.
Podemos hallar una nota común en estas actitudes índica y china: la subordinación voluntaria del individuo a una instancia ultra-personal. Es como si los hombres de esas culturas se arrojaran al agua, pero con intenciones diferentes: el hindú para ahogarse, el chino para flotar pasivamente a merced de las olas. En ambos hay una voluntad de abandono, una entrega; en ambos el hombre se resigna y dimite.
En oposición a ellos, el occidental mantiene su autonomía, guarda distancia frente a sus contornos y preserva en él y robustece el principio individual.
La India dice: “todo”. La China dice “nosotros”. El Occidental tiene también su palabra; dice: “yo”.
Sin duda el Oriente, representado por sus dos cosmovisiones más grandiosas, ha sabido hallar dos claves que satisfacen el requisito de totalidad, indispensable para dar un sentido a la vida. Lo malo –por lo menos desde nuestro punto de vista occidental- es que una de esas claves niega la vida y la otra la paraliza.
El hindú niega el tiempo y la historia en nombre de la realidad intemporal; el chino, en cuanto permanece fiel a sus módulos heredados, desprecia el cambio y no se preocupa en hacer historia. El occidental, en cambio, necesita del tiempo y de la historia; con temporalidad e historicidad amasa su vida.
Como dijimos, la palabra del Occidental es: “yo”. El yo actual del hombre, de cada hombre, es una realidad ilimitada e imperfecta que de ninguna manera podría convertirse en la clave de una cultura. El occidental afirma su alma presente, pero no se contenta con ello. Busca él también un infinito, pero lo quiere en términos de alma, profundizando en la suya, y no renunciando a ella como los hombres de las otras culturas. El yo que el occidental afirma es doble: sin duda es su propia realidad existente, pero lo que da sentido a esa actualidad es la posibilidad infinita que en ella presiente o descubre. El hombre lo es en cuanto da sentido a su vida, y darle sentido es justificarla.
El oriental queda justificado al remitirse a una instancia que lo supera y lo anula; el occidental vive justificándose cada día y aun a cada instante, justificando su ser efectivo por su ser anhelado, bregando por realizar –entre tropiezos y desfallecimientos- la imagen idealizada de sí mismo, tratando de implantar en su propio yo incompleto el yo absoluto capaz de satisfacerlo. La historia del Occidente es la pugna del sujeto relativo por corregir su relatividad y levantarse sobre ella, la peregrinación del individuo en busca de la persona.
El sujeto se pone ante su objeto, ante el mundo, guardando distancia, manteniendo con él un severo frente a frente. Desde el principio toma en cuenta que en el conocimiento se contrapone él, el sujeto, a algo que no es él, el objeto, y se resuelve a conservar la separación entre ambos.
Cada uno afirma una cosa con alcance universal y único, y sus tesis, es cierto, difieren, se contradicen y entran en conflicto; pero reparemos en que todos, tácitamente, vienen a sostener también algo en lo cual sin excepción coinciden: el derecho y capacidad del sujeto para abarcar la realidad, para decir lo que es; la consistencia y dignidad del cognoscente ante lo conocido o por conocer.
En cambio, el sujeto Oriental se halla dominado por la convicción de ser la parte inseparable de un gran todo, cuando no un accidente insignificante, y no confía en sí mismo, no cree que su razón pueda aprisionar cognoscitivamente el mundo en una red de juicios. Tampoco exige al conocimiento que le traiga la realidad transformada en imágenes y nociones, para enriquecer con ellas su ámbito interior, sino más bien que le entreabra una puerta para ingresar él mismo en la realidad y anegarse en ella. Ésta noción Oriental es comparable con la posición de fe de Parménides en la inteligibilidad plena de lo real; con la doctrina platónica de que ha sido dado al hombre en una vida anterior contemplar las Ideas cara a cara; con la opinión de Aristóteles de que la inteligencia es aquello que por su esencia lo abraza todo y puede llegar a ser todas las cosas; tesis todas ellas que levantan al hombre al nivel de lo absoluto, pero sin asimilación a lo que no es él, sin renuncia a su ser individual. El oriental entiende el saber como fusión, y aun como una fusión cuya consecuencia es la autoinmolación del sujeto; el occidental lo concibe como una contemplación que avanza en ahondamiento, en precisiones, en especificaciones; como un progresivo dominio intelectual sobre el objeto. El occidental se construye dentro de sí la meta de alcance absoluto cuya persecución dará sentido a su existencia; esa meta es el espíritu en su realización personal y colectiva, la individualidad humana como persona y la comunidad como el consorcio de las personas libres e iguales. Este hombre no ignora ni desprecia el mundo, pero tampoco se anula ante él.
El Occidental se resuelve a ser, a no dimitir ni entregarse, a no renunciar a aquello que siente en sí como realidad o como germen. Y al pugnar por atribuir sentido a su vida, halla en sí mismo, en la parte o componente espiritual de su alma, la instancia capaz de satisfacerlo. El espíritu es, como ya se indicó, un absoluto; en la realización del acto espiritual, el sujeto se levanta sobre cualquier particularismo, sobre toda limitación individual, y opera como si un ser universal habitara en él.
La dualidad de psique y espíritu, como se observó ya, es condición general del hombre, y de ninguna manera peculiaridad del occidental. Lo propio del occidental es la energía que alcanzan en él estos dos principios y, como consecuencia de ella, la aguda contraposición entre ambos, con frecuencia sumamente violenta. Para el hombre occidental, el principio espiritual no es sólo, como para los demás ejemplares humanos, uno de los componentes actuales de su interioridad, sino además una meta, un programa, un destino. Al elegirlo como la instancia de absoluto o de infinitud que dará sentido y satisfacción a su vida, no pueden bastarle sus manifestaciones presentes, incompletas y precarias, en constante peligro frente a las resistencias del orden natural, ante el reclamo potente de las necesidades vitales, los instintos y los intereses individuales de todo género. Centrar la vida en sí y buscarle la suprema justificación por el lado de la espiritualidad, de ninguna manera equivale a contentarse con la dosis de espíritu que advierte en él y comprueba en sus semejantes en un momento dado. El triunfo definitivo y completo del principio espiritual, su soberanía plena en el alma y en la configuración de la vida, es lo único capaz de contentarlo, y así queda dibujado el ideal cuya esperanza de realización dará sentido a su existencia.
Ahora bien, el occidental, que de antemano se ha negado a cumplir esta exigencia por la sumisión a algo ajeno a él, por el sometimiento o la dimisión, afronta la grave tarea de agrandar en sí el principio de estirpe universal que lleva dentro; de traer a si íntimo recinto todo lo existente, en los términos de conocimiento, en el saber gobernado únicamente por el criterio de la verdad; de organizar paulatinamente la convivencia en cuanto consorcio de personas y según las normas de la ética. Todo esto supone la lucha contra aquellos intereses y fuerzas que se oponen a la vigencia del principio espiritual, contra los móviles individuales adversarios de los de alcance universal; lucha en el tiempo, larga pugna que es la historia.
El occidental se llega a sentir el responsable del mundo. El occidental es activista. Es intelectualista y finalmente, el occidental es individualista. Cierto es que, debido al anti-intelectualismo, anti-activismo y anti- o supra-individualismo la cultura occidental está sufriendo una gran crisis.

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