lunes, 5 de marzo de 2012

Extractos extensos. (Nicolás)

SØREN KIERKEGAARD.
LA REPETICIÓN.
Un ensayo de Psicología experimental.
Traducción: Karla Astrid Hjelmstrom.

[...]Porque la repetición viene a expresar de un modo decisivo lo que la reminiscencia representaba para los griegos. De la misma manera que éstos enseñaban que todo conocimiento era una reminiscencia, así enseñará también la nueva filosofía que toda la vida es una repetición. Leibniz ha sido el único filósofo moderno que lo ha barruntado. Repetición y recuerdo constituyen el mismo movimiento, pero en sentido contrario. Porque lo que se recuerda es algo que fue, y en cuanto tal se repite en sentido retroactivo. La auténtica repetición, suponiendo que sea posible, hace al hombre feliz, mientras el recuerdo lo hace desgraciado, en el caso, claro está, de que se conceda tiempo suficiente para vivir y no busque, apenas nacido, un pretexto para evadirse nuevamente de la vida, el pretexto, por ejemplo, de que ha olvidado algo. [...]
El recuerdo es un vestido desechado que, por muy bello que sea o te parezca, no te puede caer bien, pues ya no corresponde a tu estatura. La repetición es un vestido indestructible que se acomoda perfecta y delicadamente a tu talle, sin presionarte lo más mínimo y sin que, por otra parte, parezca que llevas encima como un saco. [...]
el que desea de veras la repetición es un hombre, y un hombre tanto más profundo cuanto mayor sea la energía que haya puesto en lograr una idea clara de su significado y trascendencia. En cambio, el que no ha comprendido que la vida es repetición y que en ésta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto [...]
La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la seriedad. Este es mi firmísimo criterio particular, en virtud del cual opino, además, que la seriedad de la vida no consiste de ninguna manera en estarse cómodamente sentado en un sofá y escarbarse los dientes con un palillo, al mismo tiempo que se es, por ejemplo, abogado del Estado; ni tampoco en pasearse ensimismado por las calles y ser, como ejemplo de otra profesión, jerarquía de la Iglesia. En este sentido de falta de seriedad en la vida daría lo mismo que se fuera caballerizo de las cuadras reales. Todas estas cosas son, a mi juicio, una pura broma, y a veces, en cuanto tal broma, bastante pesada. [...]
Así estaba nuestra relación cuando el muchacho, hace de esto aproximadamente un año, según dije antes, se presentó un día en mi casa totalmente fuera de sí y emocionadísimo. Su actitud era más enérgica que de ordinario, su aspecto físico todavía más hermoso y sus grandes ojos, brillantes, querían como salírsele de las órbitas. En una palabra, parecía un iluminado, transfigurado por la emoción que le dominaba. Cuando me explicó que estaba enamorado, no pude por menos que pensar que, necesariamente, tenía que ser muy dichosa la joven que era amada con tanta intensidad y arrebato. [...] acababa de declararle su amor a la muchacha y había comprobado que ésta le correspondía con la misma moneda. [...]
El joven del que os estoy hablando se había enamorado del modo más íntimo, profundo, hermoso y humilde. Hacía ya muchísimo tiempo que yo no había experimentado un gozo tan maravilloso como el que me causaba su contemplación. Porque, la verdad, eso de ser un mero espectador resulta no pocas veces una cosa bien triste. [...] No se daba la menor importancia, como suelen hacerlo muchos mozos presumidos que pretenden convencernos de que acaban de pescar en sus redes una muchacha estupenda. Tampoco se mostraba muy seguro de sí mismo o infatuado. Todo esto demuestra que su amor era puro, sano y, por así decirlo, un amor virgen, completamente intacto. Me confesó, con una franqueza encantadora, que uno de los motivos de su visita era la enorme necesidad que había sentido de confiarse a alguien, en cuya presencia pudiera hablar a sus anchas y en voz alta consigo mismo. Otro de los motivos, también muy decisivo, era que le había entrado un miedo espantoso de poder llegar a aburrir a la muchacha si estaba a todas las horas del día con ella. Más de una vez se había decidido a visitarla en su propia casa e incluso había estado ya a punto de llamar a su puerta, pero en el último instante cambiaba de intención y, haciéndose no poca violencia, se volvía sobre sus pasos. [...]
Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente enamorado. De esto no podía caber la menor duda. Y, sin embargo, ya en los primeros días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia. En el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado atrás toda la vida. El que la muchacha muriera de hecho mañana mismo, no representaría ningún cambio esencial para él, porque seguiría haciendo las mismas cosas, arrojarse en el sillón, llorar a lágrima viva y repetir incesantemente los versos del poeta. ¡Qué dialéctica tan extraña! El muchacho desea con todo su ardor a la joven, tiene que hacerse violencia para no estar a todas las horas al lado de ella y, no obstante, ya desde el primer momento se ha convertido en un hombre viejo en lo que concierne a la total relación con su novia. [...]
Cada uno debe de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es algo caducado desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este caso es necesario que tenga también la suficiente fuerza vital para matar esa muerte propia y convertirla en una vida auténtica. En el alborear de la pasión amorosa luchan entre sí el presente y el futuro con el fin de alcanzar una expresión eternizadora. Esta forma de recordar es cabalmente la proyección retroactiva de la eternidad en el presente, en el supuesto de que el recuerdo sea sano. [...]
Confesarle a ella lisa y llanamente todo lo sucedido, los motivos y la manera adecuada de entenderlo, le parecía a él que sólo serviría para mortificarla todavía más e incluso destrozarla por completo. [...]
No, el muchacho no le podía confesar ni explicar nada a la joven. Se lo impedía un cierto orgullo, algo así como una mezcla de amor propio y de temor a la misma joven, a sus posibles reacciones aniquiladoras. Esto le hacía empecinarse todavía más en su melancolía, hasta que al fin se decidió a continuar el engaño y empleaba todas las dotes de su genio poético en alegrar y divertir a la muchacha. Su genio poético, por cierto, podía haber servido para aliviar a muchísimos otros seres humanos, pero él todo se lo destinaba exclusivamente a ella. La joven, pues, era y seguiría siendo su amada y la única mujer adorada por él en el mundo entero y mientras viviese, aunque esto le ponía al borde de perder la razón, angustiado con la idea de la tremenda falsedad que no servía sino para cautivar aún más íntimamente a la pobre muchacha. [...]
La joven, como queda dicho, no sospechaba lo más mínimo. [...] Un día llegó a mi casa sobresaltado. Su sombría pasión le tenía ya dominado por completo. De la manera más furiosa empezó a echar maldiciones de la existencia, de su amor y de la muchacha amada. Me dijo que no le volvería a ver más en mi casa. El muchacho, probablemente, no podía perdonarse a sí mismo el haber confesado a un tercero que la joven se le había convertido en una carga insoportable. Con ello lo había echado todo a perder, incluso aquella primera alegría que le proporcionó el proyecto de fomentar y mantener muy alto el orgullo de la joven, haciendo de ella como una diosa. Yo creo que me había tomado hasta odio. Cuando me divisaba por las calles, daba un rodeo para no tener que cruzarse conmigo. Si nos encontrábamos de improviso en algún lugar, no me dirigía nunca la palabra y se esforzaba en mostrarse sereno y contento. Yo estaba dispuesto a espiar todos sus pasos más de cerca y con este fin había ya trabado algunos contactos con aquellas personas subalternas que podían suministrarme alguna información preciosa sobre sus idas y venidas. [...]
otro de aquellos mismos días se presentó de nuevo en mi casa, aunque jurando y perjurando de entrada que nunca jamás volvería a pisar en ella. Esta vez, desde luego, dijo la verdad, pues jamás volví a verlo en mi domicilio. Me propuso, en cambio, que en adelante nos viéramos en lugares solitarios y a una hora determinada. Como es de suponer acepté la propuesta con mucho gusto [...] Allí nos reuníamos al filo del amanecer, a esa hora en la que el día lucha con la noche [...]
Esta historia resultaría más larga que una novela de serie si mi propósito fuera describir de un modo exhaustivo la vida emocional de nuestro joven, tal como yo la llegué a conocer, bastante a fondo por cierto. Y nada digamos si yo, de una manera poética, me hubiera propuesto incorporar a la misma una multitud de detalles que no vienen al caso, como, por ejemplo, los referentes a los salones y al cuarto de estar, a la vestimenta casera y a los trajes de calle, a los parajes bellos, a toda la parentela y al círculo de amigos. La verdad es que esta clase de descripciones superficiales me disgusta sobremanera. Me gusta mucho la lechuga y, en general, las hortalizas, pero solamente como el cogollo, pues pienso que las hojas exteriores son para los cerdos. Siempre preferiré, según decía Lessing, el goce de la concepción a los dolores del parto. Otros, probablemente, serán de otro parecer y echarán pestes contra lo que acabo de decir. ¡Allá ellos, su parecer y su réplica me importan un bledo! [...]
Nuestro joven era totalmente incapaz de convertir este lamentable equívoco en una relación real, porque esto, según él, equivaldría a entregar y abandonar a la muchacha en un engaño eterno. Por otra parte, explicarle a la joven en qué consistía el equívoco, diciéndole sencillamente que ella no era para él más que la figura o forma sensible de otra cosa que él mismo andaba buscando con todas las fuerzas de su alma y de su pensamiento, otra cosa que al principio había creído encontrar encarnada en ella, esto, pensaba el joven, sería injuriarla aún más, hasta las raíces de su alma de mujer, al mismo tiempo que era como renunciar cobardemente a su dignidad de hombre. [...]
Para poner fin a los tormentos de mi joven amigo le propuse con el mayor encarecimiento que se arriesgara a tomar una decisión extrema. Se trataba sencillamente de encontrar un punto de equilibrio y paridad entre los dos jóvenes. Con este fin le dije, empleando toda la autoridad que creía tener sobre él: «¡Eh, muchacho, rompe este intrincado nudo y aniquila todo lo que sea necesario! ¡Conviértete a ti mismo en un ser despreciable, que sólo encuentra alegría engañando y mistificando! Si lo logras, entonces los dos estarán en iguales condiciones y en este caso ya no se podrá hablar más de diferencias de orden estético que te confieran ninguna superioridad sobre ella, superioridad que los hombres suelen conceder con harta frecuencia a las que ellos llaman personalidades poco comunes. Entonces será ella la que vence, la que tiene toda la razón, y tú quedarás desprovisto de todos los derechos. Pero no emplees esta táctica con demasiada rapidez, pues esto sólo serviría para encender todavía más el amor que ella siente por tí. Lo primero que tienes que hacer, en cuanto te sea posible, es mostrarte a sus ojos como un ser más bien desagradable y un poco repelente. No la contraríes abiertamente, pues con ello la excitarías, cosa que debes evitar a todo trance. Muéstrate inconstante y gruñón. Haz un día una cosa y al siguiente otra muy distinta. Pero todo esto sin el menor apasionamiento y como una pura rutina. Lo que no quiere decir que te has de mostrar desatento con ella, como si no te importara nada, al revés, ahora más que nunca has de prestarle una atención exquisita, si bien meramente, como algo que se hace sólo por oficio, sin poner ninguna interioridad ni espontaneidad en ello. Sustituye el placentero goce del amor con la aparente pasión de un semiamor empalagoso e insípido, que no sea indiferencia ni deseo ardiente. Que toda tu conducta provoque un desagrado parecido al que causa el espectáculo de un hombre goloso ante una bandeja de pasteles. Sin embargo, querido amigo, no inicies este plan si no estás completamente convencido de que tendrás fuerzas suficientes para desarrollarlo hasta el fin, pues de lo contrario pierdes inútilmente el tiempo y no sacarás ningún provecho. Porque has de saber que nadie hay tan prudente como una muchacha cuando se trata de dilucidar la cuestión, tan importante para ella, de si es o no es realmente amada. En una operación de éstas no es nada fácil emplear el bisturí, un instrumento que por cierto les exige muchas horas de práctica a los médicos para poder llegar a ser buenos cirujanos. Así que cuando inicies el plan, no tienes más que ponerte otra vez en contacto conmigo y yo me encargaré del resto. Entonces dejas correr el rumor de que tienes una aventura amorosa con otra joven, precisamente de las del montón, vulgar y prosaica hasta más no poder, pues de lo contrario no harías más que estimular y enardecer a la amada. Yo sé muy bien que semejante idea te repugna y que jamás la habrías concebido por tí mismo. Pero no te apures, los dos seguiremos firmemente convencidos de que ella es la única mujer que tú amas, aunque te sea imposible hacer realidad este amor puramente poético. El rumor, por su parte, no ha de carecer de fundamento. Yo mismo, como le he dicho, me encargaré de este asunto. Elegiré una muchacha en la ciudad y concretaré con ella, en una conversación previa, lo que más convenga». [...]
El muchacho, por lo pronto, aprobó sin la menor reserva mi primitivo plan. En una tienda de modas de la ciudad encontré a la joven que iba buscando, verdaderamente hermosa y que, después de prometerle yo que le suministraría todo lo que necesitase en el futuro, se avino sin otras dificultades a secundar nuestro plan. Mi amigo debería mostrarse con ella en público, en los lugares más concurridos, y de vez en cuando irla a visitar en su propio domicilio, a unas horas muy concretas, de suerte que no hubiese duda de que estaban liados. [...]
Todas las cosas, pues, estaban preparadas y perfectamente en orden para iniciar la operación. Yo tenía, según suele decirse, los hilos en las manos y esperaba con una impaciencia insólita el desenlace de los acontecimientos previstos. Pero hete aquí que en este preciso momento, como si se lo hubiera tragado la tierra, el muchacho desapareció y no volví a verlo nunca más. [...]
¡Ay, de cuántas cosas habría sido capaz nuestro muchacho si hubiera creído en la repetición! [...]
Cuando nos separamos aquella tarde y el muchacho, una vez más, volvió a darme las gracias por lo mucho le había ayudado a pasar el tiempo —que siempre era para él demasiado lento a causa de su incurable impaciencia—, me hice a mí mismo las siguientes preguntas. ¿Se habrá sentido quizá tan comunicativo que haya contado todo a la muchacha, que entonces le amaría aún más profundamente? ¿Habrá hecho semejante cosa? Si se hubiera aconsejado conmigo sobre este particular, yo le habría dicho que no lo hiciera por nada del mundo, que se «mantuviera tieso al principio, pues en el aspecto puramente erótico es siempre lo más prudente, al menos cuando no se posee la seriedad de espíritu capaz de dirigir nuestros pensamientos hacia metas más altas». En fin, no sé si ha hablado o no a la muchacha en los términos aludidos, pero si lo ha hecho no ha obrado con paciencia. [...]
La repetición es la nueva categoría que es preciso descubrir. Cuando se tiene conocimiento de la moderna filosofía y no se desconoce totalmente la griega, se comprende con facilidad cómo esta categoría viene a aclarar exactamente la relación entre los Eleatas y Heráclito, y cómo la repetición es propiamente lo que por error ha dado en llamarse mediación. Es increíble que en el sistema hegeliano se haya hecho tanto ruido en torno a la mediación y que, bajo esa misma enseña, gocen de honor y gloria las chácharas descabelladas del inmenso coro de sus prosélitos. Mucho mejor hubiera sido repensar a fondo lo que significa esa palabra y de este modo hacerles un poco de justicia a los griegos. Porque el desarrollo que hicieron los griegos de la doctrina del ser y de la nada, de la doctrina del instante y del no–ser, etc., pone fuera de juego a Hegel, dándole, si se me permite la expresión, jaque mate. La palabra mediación es un término extranjero, repetición es una buena palabra danesa y no puedo por menos que felicitar al idioma danés porque posee tal término filosófico. [...]
La dialéctica de la repetición es fácil y sencilla. Porque lo que se repite, anteriormente ha sido, pues de lo contrario no podría repetirse. Ahora bien, cabalmente el hecho de que lo que se repita sea algo que fue, es lo que confiere a la repetición su carácter de novedad. Cuando los griegos afirmaban que todo conocimiento era una reminiscencia, querían decir con ello que toda la existencia, esto es, lo que ahora existe, había ya sido antes. En cambio, cuando se afirma que la vida es una repetición, se quiere significar con ello que la existencia, esto es, lo que ya ha existido, empieza a existir ahora de nuevo. Si no se posee la categoría del recuerdo o la de la repetición, entonces toda la vida se disuelve en un estrépito vano y vacío. El recuerdo representa la concepción pagana de la vida y la repetición es la concepción cristiana. La repetición es el interesse de la metafísica, pero al mismo tiempo es el interés en el que la metafísica naufraga. [...]
Cuando desembarqué en Stralsund leí en el periódico que el Konigstadter tenía en cartel para toda la temporada EL talismán. Esta noticia me causó una inmensa alegría y me hizo recordar particularmente las representaciones que ya había visto en este teatro durante mi primera estancia berlinesa. Todo esto suscitaba en mi alma los más profundos recuerdos de mi pasada juventud. Porque sin duda no hay ningún joven, a no ser que carezca por completo de fantasía, que no se haya sentido alguna vez cautivado por el encanto fascinante del teatro y no haya deseado con ardor representar en las tablas algún papel importante, con el fin de poder contemplarse a sí mismo, como si fuera su propio doble, al encarnar la realidad soñada. Y no sólo contemplarse, sino también oírse y verse multiplicado o dividido en un sinfín de personajes distintos, aunque con todo, arraigados y dimanados de alguna manera de lo más entrañable de su personalidad. Este gusto por el teatro suele surgir, naturalmente, en los primeros años de la juventud, cuando todavía no se ha empezado propiamente vivir y, en consecuencia, se desconoce la realidad de la vida. [...]
Se puede afirmar que en la vida espiritual acontece un fenómeno que es típico en el desarrollo de algunas plantas, a saber, que lo último que se forma es el cogollo.
A pesar de todo es muy conveniente y necesario que esta existencia en forma de sombras alcance su desarrollo adecuado y plena satisfacción. Para un hombre jamás será una ventaja el no haber tenido la ocasión de vivir durante cierto tiempo esta forma de existencia. Claro que, por el lado contrario, también resulta una cosa bastante trágica o cómica, según se la mire, el que un hombre se equivoque lamentablemente y gaste toda su vida en existir de esa forma. En este último caso la pretensión de que se es un hombre real y se vive de verdad es tan discutible y poco fundada como la reclamación de inmortalidad hecha por aquellos hombres que son del todo incapaces de afrontar en persona el veredicto del juicio final y se creen que basta con que los represente en tan solemne circunstancia una pequeña delegación de sus buenas intenciones, sus estupendos propósitos de un día o sus planes de media hora. [...]
Pero la posibilidad del individuo no es algo que solamente quiere ser oído, algo que pasa y huye como el vendaval, sino algo que además configura y, en consecuencia, quiere también ser visto y contemplado con los propios ojos. Por eso mismo cada una de sus posibilidades es para el individuo como una sombra sonora. [...]
Todos los criterios estéticos generales están condenados al fracaso cuando se trata de definir la farsa. El efecto que ésta produce sobre el público más cultivado puede ser diversísimo, puesto que tal efecto depende en gran parte de la propia actividad creadora del espectador. Cada uno es muy libre en este sentido de reaccionar como le venga en gana, dejándose llevar por el placer que le produce el espectáculo y emancipándose de todas las prescripciones estéticas tradicionales sobre las formas canónicas de la admiración, la risa, el llanto, etcétera. Contemplar una farsa es para el entendido en cosas de arte algo así como jugar a la lotería, con la diferencia de que no se expone uno al riesgo desagradable de ganar dinero. Claro que al público asiduo del teatro no le gusta nada esta inseguridad característica de la farsa y por eso la suele despreciar y mirar con malos ojos. ¡Peor para él! Este público que frecuenta el teatro tiene de ordinario un concepto muy limitado de la seriedad y por ello desea y hace todo lo posible por intentar que el teatro lo ennoblezca y eduque. Al salir de la sesión teatral quiere o se imagina que le puede decir a todos sus contertulios que ha gozado uno de los mayores placeres artísticos de toda su vida. Y al entrar, tan pronto como ha visto el cartel con detenimiento, pretende saber ala perfección cómo se desarrollará la pieza anunciada. [...]
Así, aburrido y desesperado, pasé como una media hora, hasta que ya no pude aguantar más y abandoné el teatro. Mi idea fija en estos angustiosos momentos era la de que no se da en absoluto ninguna repetición. Me parecía como si acabara de recibir un duro golpe, del que no me resarciría jamás en toda mi vida. Mis años mozos ya pasaron y, en compensación, mi experiencia de la vida ha ido creciendo bastante. Mucho antes de mi primer viaje a Berlín había yo perdido la costumbre de contar con lo que es inseguro e incierto. Creía, no obstante, que el placer que había experimentado en este teatro berlinés sería de una especie más duradera. Y esto cabalmente porque uno ha aprendido con los años a someterse y doblegarse de mil maneras a las exigencias de la vida y hasta cierto punto a sentirse satisfechos de la misma mucho antes de conocer de veras su sentido. Al fin de cuentas si la vida nos da tan poco, cabría esperar alcanzarlo con toda seguridad. ¿O es que quizá la vida sea más fraudulenta y engañosa que un comerciante en quiebra? Éste, al menos, suele pagar a sus acreedores la mitad o el treinta por ciento de lo que les ha estafado. Algo es algo. De la vida, en el peor de los casos, cabría esperar la parte de lo cómico, ya que esto es lo menos que se le puede exigir. ¿Ni siquiera esto podrá repetirse o recuperarse? [...]
Por la noche fui al restaurante en que siempre solía cenar durante la estancia anterior en Berlín. No sé si fue por la fuerza de la costumbre o por otra cosa, lo cierto es que llegué a sentirme en él a las mil maravillas. Como iba allí todas las tardes, conocía a la perfección a los clientes y demás detalles, sin que ninguno se me escapara. Sabía cuándo se marchaban los comensales que habían venido primero, cómo saludaban a sus camaradas que seguían cenando o bebiendo, al tiempo que inclinaban la cabeza o alzaban la mano para corresponder al saludo de despedida de los primeros; sabía cuándo éstos se ponían el sombrero, si al abandonar el piso alto o en el mismo bajo, o quizá en el momento de abrir la puerta de la calle o cuando ya estaban fuera. Nadie, según he dicho, escapaba a mi atención y, como Proserpina, arrancaba un cabello de cada cabeza, incluso de la de los calvos. Todo era completamente idéntico; los mismos chistes, las mismas cortesías, la misma camaradería y el mismísimo local. Nada, absolutamente nada, había cambiado. Salomón dice que las disputas de las mujeres son como las goteras de la lluvia. ¿Qué habría pensado Salomón si hubiera contemplado esta «naturaleza muerta»? Aquí, desde luego, era bien posible la repetición. ¡Sólo el pensarlo me llena de escalofríos! [...]
El hombre se sentirá tanto menos contento y satisfecho cuanto más viejo sea, cuanto mayor sea su conocimiento de la vida, su gusto por lo agradable y su afán de delicadezas y exquisiteces. Es decir, cuanto más competente, tanto más descontento. Contento, lo que se dice plena, absoluta e infinitamente contento no lo estará el hombre jamás, mientras viva. Y estar contento a medias, contento de una manera muy particular, es algo que no merece la pena. En este caso es preferible estar completamente descontento. [...]
A este punto había llegado yo en mi concepción de la felicidad que puede depararnos esta vida cuando no conocía aún a mi joven amigo, el enamorado melancólico. Siempre que otros o yo mismo me planteaba la cuestión de un bienestar y contento perfectos en este mundo, aunque sólo fuera por media hora, mi respuesta indefectiblemente era un renuncio. En una época posterior cambié de parecer a este respecto y experimenté un entusiasmo enorme con la idea de la repetición. Fue cabalmente la época en que trabé conocimiento con el joven enamorado, época que se cerró con mi viaje a Berlín. Otra vez volví entonces a ser víctima de mi propio celo por los principios. Porque estoy totalmente seguro de que si no hubiera hecho el segundo viaje a Berlín con el propósito de comprobar personalmente la posibilidad de la repetición, me habría divertido de lo lindo con las mismas cosas que me hicieron feliz la primera vez. [...]
Aunque ya me había plenamente convencido de que no se da ninguna repetición, no por eso dejaba de constatar de manera evidente que la constancia uniforme de los mismos hábitos y costumbres, así como la inacción y embotamiento de nuestras facultades de observación pueden crear en nuestra vida una monotonía que produce un efecto más enervante que las más extravagantes diversiones, monotonía que por otra parte se va imponiendo cada día más en nuestra vida, ejerciendo sobre ella la opresión y el encadenamiento peculiares de las fórmulas mágicas de los exorcismos. [...]
un buen día recibo, inesperadamente, una larga carta de mi joven amigo. [...]
El seudónimo, como último representante de los estetas, se mueve exclusivamente en la esfera estética de la existencia, vista al fin con ojos de pesimismo romántico. En virtud de su exclusivismo y perspectivas no es capaz de incorporarse a la esfera religiosa, que es la única en que se verifica la posibilidad y realidad de la repetición auténtica, como expresión del contacto espiritual y de la insistencia decidida del hombre con y en lo verdaderamente eterno, ajustándose en todo a la voluntad de Dios y venciendo así los límites y contradicciones de la vida puramente temporal e inmediata. [...]
Job será para el joven el ejemplo admirable de esa búsqueda de la trascendencia y de la insistencia, en medio de la prueba más horrible, en lo eterno, manteniéndose fiel a la voluntad soberana de Dios y alcanzando así la verdadera repetición. [...]
Ahora, como recompensa de aquel empeño puramente ideológico y amical, me veo obligado, en la medida de los caprichos de mi joven comunicante, a ser y no ser al mismo tiempo el ser y la nada. [...]
La muchacha se me convirtió desde entonces en un nuevo objeto para mis observaciones. Mi amigo, desde luego, no pertenecía a esa categoría de individuos que atormentan hasta el final a la muchacha amada y luego, tan tranquilos, se largan y la dejan en la mayor desolación. Al revés, su amada joven, apenas él había desparecido, se encontraba a las mil maravillas, rebosante de salud, floreciente, enriquecida con el botín poético que el amado le había dejado y fortalecida con el alimento y los preciosos estimulantes cordiales de la gran ilusión poética que él había puesto en ella. [...]
En mi fuero interno, por tanto, esta absolutamente convencido de que el joven continuaba con vida y me sentía realmente contento porque el muchacho no había recurrido al medio desesperado del suicidio. Es increíble la enorme confusión que puede aparecer en el dominio erótico cuando uno de los amantes se empeña en morirse de pena, o en darse por muerto para desembarazarse así de la relación amorosa que se le ha hecho insoportable. [...]
al muchacho no le queda otra alternativa que la de hacer un movimiento religioso. Lo que significa que el amor siempre empuja al hombre hacia adelante. Con esto se confirma lo que yo he constatado ya muchas otras veces, a saber, que «la vida dispone de recursos infinitos y que el poder que la gobierna tiene una capacidad de intriga mayor que la de todos los poetas juntos». [...]
Se había acercado a ella sin pensarlo, a la ligera, y en seguida cayó en la cuenta de que aquel amor no era realizable en la práctica y que él podía muy bien llegar a ser feliz sin ella, feliz a su modo, claro está, y contando además con las nuevas posibilidades que ella había despertado en el orden de su actividad poética. Entonces se decide a romper las relaciones, desapareciendo como un muerto. Pero su conciencia le sigue atormentando, pues no puede olvidar ni por un momento que ha obrado mal y ha sido injusto con la joven. ¡Como si fuera alguna injusticia romper unas relaciones que no pueden llevarse a feliz término! [...]
está todavía plenamente convencido de que en el sentido humano no puede realizarse su amor. Al parecer el muchacho ha alcanzado en la actualidad la frontera de lo maravilloso, y si este nuevo movimiento ha de ser verdaderamente real, es necesario que lo ejecute en virtud del absurdo. [...]
La muchacha, pues, tiene un significado enorme para él, que no la olvidará mientras viva. Pero tal significado e importancia enormes no los tiene ella en virtud de sus propias dotes o encantos personales, sino solamente en cuanto se ha relacionado con él. Ella es, por así decirlo, como el confín y el límite del ser de él. Semejante relación, naturalmente, no es erótica. Desde el punto de vista religioso se podría afirmar que es algo así como si Dios mismo se hubiera servido de la joven para cazar al muchacho. Lo que no quiere decir que la muchacha por sí misma sea una realidad, sino, poco más o menos, como una de esas moscas artificiales que se suelen poner en los anzuelos. [...]
Un pensador griego hubiera elegido en este caso la solución del recuerdo, sin que su conciencia le inquietara lo más mínimo. La filosofía moderna, por su parte, no hace ningún movimiento, por lo general sólo habla de eliminaciones y superaciones, y si alguna vez realiza un movimiento, éste siempre se queda dentro de los límites de la inmanencia. La repetición, por el contrario, es y siempre será una trascendencia. [...]
nuestro joven buscó refugio y asesoramiento en Job, aquel hombre que no gesticulaba en una cátedra ni afianzaba con golpes sobre la misma la verdad de sus asertos, sino que sentado junto a la chimenea y mientras se rascaba sus úlceras con una teja, lanzaba sin cesar sus doloridas lamentaciones y sus breves y tajantes explicaciones sobre la vida. Y aquí, en este humilde rincón del pasado, junto a ese pequeño grupo que forman Job, su esposa y sus tres amigos, piensa nuestro joven que ha encontrado lo que con tanto afán andaba buscando y que la verdad allí aprendida es más gloriosa, alegre, bella y auténtica que la de un simposio griego. [...]
Pues sin duda muchas veces me parece usted digno de toda mi admiración, pero otras pienso que no está bien de la cabeza y es un loco de cuidado. ¿Acaso no es una especie de locura el haber domeñado de esa forma todas las pasiones, todas las emociones y todos los sentimientos del corazón, sometiéndolos férreamente al frío regimiento de la inteligencia? [...] ¿No es una locura y una debilidad mental el estar siempre despierto como lo está usted, siempre conciente y vigilante, nunca a media luz y como en sueños? [...]
«El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!» [...] ¡No, tú no consuelas de esta manera absurda! ¡No, tú que en los días de esplendor y bienestar fuiste la defensa de los oprimidos, el sostén de los viejos y el apoyo de los necesitados, no defraudaste a los hombres de esa manera miserable cuando todo se derrumbó en torno tuyo! Al revés, entonces cabalmente te convertiste en la voz de los que sufren, el clamor de los que se sienten destrozados y el grito de los que son víctimas de la angustia. Desde entonces eres el alivio de todos aquellos que tienen la lengua agarrotada por el dolor; eres el testimonio fiel de todas las penas y necesidades que oprimen y destrozan el corazón humano; y eres, en fin, el portavoz irreemplazable de todos los afligidos, porque, «en la amargura y angustia del alma», no reprimiste las lamentaciones de tu boca y te atreviste a querellarte con Dios. [...]
Yo no he poseído las riquezas del mundo, ni he tenido siete hijos y tres hijas, pero también el que ha perdido una pequeña cosa puede afirmar con razón que lo ha perdido todo; también el que perdió a la amada puede decir en cierto sentido que ha perdido a sus hijos y a sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la entereza, y con ellos la fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de malignas y hediondas llagas. [...]
¿cómo podía yo prever este resultado? Ahora bien, si no lo pude prever, entonces es evidente que no soy culpable de lo ocurrido, sino plenamente inocente. ¿Si hubiera sufrido, por ejemplo, una crisis nerviosa, me llamarían también los hombres “culpable”? ¡Ay, qué lamentable es el lenguaje humano, que más que un grandioso invento para el diálogo entre los seres racionales, parece una jerga para que se entiendan entre sí la gente maleante y los malintencionados! ¿No son quizá más cuerdos los seres irracionales? Porque los brutos, al menos, no hablan jamás de semejantes cosas.
¿Soy un infiel y un pérfido? Si ella continuara amándome y no estuviera dispuesta a amar nunca a otro hombre, entonces todo el mundo diría a una voz que me permanecía fiel y que era una santa conmigo. Si yo, por mi parte, continúo amándola con toda mi alma y no deseo por nada del mundo amar a ninguna otra, ¿por qué todos me llaman un engañador y un pérfido? [...]
¿Es que no me queda otro remedio que someterme al juicio y a las habladurías de la gente? ¿Tengo que ser por necesidad un culpable y un impostor en todo lo que hago, aunque en realidad no haga nada? [...]
De qué serviría, al fin y a la postre, que yo dijera algo por mi propia cuenta, si no hay nadie que me comprenda. Mi dolor y mi sufrimiento son algo innominado, exactamente como yo mismo. [...]
Por más que he leído su libro una y mil veces, todas sus palabras me parecen siempre nuevas. Es como si nacieran en el momento en que las leo y vuelvo a leer, o como si se hicieran originales en mi alma con cada nueva lectura. [...]
El misterio, la fuerza vital, el nervio y la idea de Job son precisamente que él, a pesar de todo, tiene razón. [...] Todos los argumentos ad hominem son empleados contra él, pero se sostiene valientemente en su convicción inexpugnable. Afirma categóricamente que está en buen entendimiento con Dios y se sabe inocente y puro en lo más íntimo de su corazón, a la par que sabe que Dios también conoce su inocencia. Y, sin embargo, todo le sale torcido y el mundo entero le contradice.
La grandeza de Job estriba en que el apasionamiento de su libertad no se deja sofocar o aquietar con una expresión o explicación falsa. En análogas circunstancias este apasionamiento de la libertad queda sofocado por completo en la mayoría de los hombres, porque su pusilanimidad y una mezquina angustia les hace creer erróneamente que sufren a causa de sus propios pecados. El alma de tales sujetos no tiene la constancia y la entereza necesarias para perseguir una idea hasta el fin y por eso se echan para atrás en cuanto el mundo les contradice. Cuando un hombre piensa que la desgracia se ceba en él por culpa de sus pecados, puede ser que tenga razón y, en consecuencia, ese su pensamiento, además de humilde, es bello y verdadero. Pero también puede suceder que lo crea así porque, oscuramente, concibe a Dios como un tirano. Esta concepción absurda aparece perfilada en cuanto se encasille a Dios bajo determinaciones o categorías morales, como si fuera meramente un legislador. [...]
Job, pues, se mantiene firme en sus afirmaciones de que la razón está de su parte. Sus palabras son el testimonio de la noble actitud y franqueza de un hombre verdaderamente valiente, esto es, un hombre nada engreído, que se sabe frágil y fugaz como una flor del campo, pero que en la dirección de la libertad encierra algo grandioso, porque tiene una conciencia que ni Dios mismo puede arrebatársela, aunque fue Él quien se la otorgó. Sus palabras, además, demuestran el amor y la confianza de un hombre que está plenamente convencido de que Dios, cuando uno habla con Él directamente y sin intermediarios mezquinos, puede aclararlo y explicarlo todo. [...]
tres compañeros están ya cansados de combatir a Job—, no hacen más que variar el mismo tema, a saber, que la desgracia de Job es un castigo y que si desea que las cosas vuelvan a su sitio y todo se arregle, no tiene otro remedio que arrepentirse y pedir perdón por la culpa cometida. Pero Job resiste con todo su coraje. [...] ¿Cómo se explica, en definitiva, la persuasión íntima de Job y todas las afirmaciones que la avalan? He aquí la única explicación posible: todo ello es una prueba. Esta explicación, sin embargo, da lugar a nuevas dificultades, que he tratado de aclarar por mi parte de la manera siguiente. La ciencia estudia y explica el mundo y la vida con todos sus problemas, especialmente el de la relación del hombre con Dios. Pero yo me pregunto: ¿dónde se encuentra esa ciencia extraordinaria que pueda dar cabida a una relación que es definida como prueba? [...]
La grandeza de Job, por consiguiente, no consiste en que dijera aquellas palabras tan conocidas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»; palabras que por cierto dijo al principio y luego no volvió a repetir nunca. No, la significación enorme de Job está en que en las luchas que el hombre debe sostener para alcanzar los confines de la fe él agotó y resistió hasta lo último todas las dificultades que semejantes luchas comportan. O, dicho de otro modo, su significación está en que representa en el momento de la desgracia una grandiosa insurrección de todas las fuerzas más violentas y rebeldes del apasionamiento humano. [...]
Job no es un héroe de la fe, sino el héroe que, con tremendos dolores, da a luz la categoría de la prueba, precisamente porque había alcanzado tal grado de madurez y conocimientos, no poseyéndola en una inmediatez y espontaneidad propiamente infantiles. [...]
—«Dios protege de nuevo la tienda de Job como en los días de antaño» —. Los hombres, ¡que tan bien le comprendieron en los días de la adversidad!, vienen ahora a comer con él en su casa, y a condolerse y consolarle. Sus hermanos y sus hermanas le regalan cada uno una moneda y un anillo de oro. Job es bendecido en sus postrimerías y recupera, acrecentado hasta el duplo, todo lo que antes poseyera. ¡Esto es lo que se llama una repetición!
¡Cuánto bien puede hacer una tormenta! ¡Qué felicidad tan grande debe sentirse cuando se es juzgado por Dios! En cambio, los juicios y reprimendas de los demás hombres sólo suelen servir para endurecer todavía más el corazón del que es juzgado. Pero cuando Dios juzga, el hombre se pierde a sí mismo y olvida todo su dolor en aquel amor que sólo desea edificarlo y educarlo.
¿Quién habría imaginado este final? Y, no obstante, no se puede concebir otro en estos casos, aunque de hecho tampoco éste sea concebible para el pensamiento puramente humano. Porque en tales casos, cuando todas las cosas se paralizan, y el pensamiento se estanca, y la lengua enmudece y todas las explicaciones resultan inútiles, en tales casos lo que tiene que ocurrir, necesariamente, no puede ser otra cosa que una gran tormenta, con sus estallidos horrísonos y sus estragos incalculables. ¿Quién es el hombre capaz de comprender esta solución? Y, sin embargo, ningún hombre puede imaginarse otra distinta.
¿Se equivocó, pues, Job? Desde luego, se equivocó de medio a medio, porque no pudo apelar a un tribunal más alto que el que le juzgó. ¿Tuvo Job razón? Desde luego, tuvo una razón como un templo, precisamente porque se equivocaba delante de Dios. [...]
Se da, por lo tanto, una repetición. [...] Job lo fue perdiendo todo poco a poco; y así, gradualmente, sus esperanzas fueron desapareciendo a medida que la realidad, lejos de suavizarse, iba descargando contra él alegatos y golpes cada vez más duros. En el sentido de la inmediatez todo estaba perdido. Sus amigos, especialmente Bildad, no ven más que una salida, a saber, que Job se incline ante el castigo que lo asola y de esta manera pueda fomentar la esperanza de una repetición sobreabundante. Pero Job no se doblega; con lo que se aprieta cada vez más el nudo de la trama, que solamente podrá soltarse y resolverse con los estallidos de una gran tormenta.
Para mí encierra toda esta historia un consuelo indescriptible. Fue una suerte, aunque usted crea otra cosa, el que yo no siguiera su admirable plan, tan prudentemente calculado. Quizá esto fuera, desde el punto de vista humano, una cobardía por mi parte, pero también puede ser que tal conducta me facilite ahora mucho mejor el auxilio de la providencia divina. [...]
¡Se ha casado! No me pregunte con quién, porque no lo sé. Cuando leí la noticia en el periódico me pareció que un rayo me fulminaba la cabeza y el periódico se me cayó de entre las manos. Desde entonces estoy un poco aturdido y no he sentido ninguna impaciencia por enterarme de más detalles.
Con esto he vuelto a ser otra vez yo mismo. He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca. En cierto sentido esto también ha surgido en el horizonte como una repentina tormenta, aunque es a la magnanimidad de ella a la que debo agradecer que descargara y lo arrancara todo de cuajo.
Quienquiera que sea el que ella ha elegido —no digo «preferido», porque en calidad de marido cualquiera es preferible a mí—, me ha demostrado una liberalidad extraordinariamente magnánima. Porque aun en el caso de que su elegido sea el hombre más hermoso de la tierra, la amabilidad en persona, capaz de encandilar a todas las jóvenes de la tierra —que quizá ahora se sientan desesperadas porque ella con su «sí» se lo ha acaparado—, aunque todo esto sea verdad, ¿qué duda cabe de que ha obrado con una extraordinaria grandeza de alma y me ha mostrado una generosidad maravillosa..., sino en otra cosa, al menos por cuanto me ha olvidado completamente? ¡Ah, nada hay más bello que la magnanimidad de una mujer! Su belleza terrena se marchitará, el brillo de sus ojos se apagará, su esbelto talle se encorvará con el peso de los años, los rizos de su cabellera perderán su encanto cuando la humilde cofia los oculte, su día con amor maternal y vigilante sobre la pequeña cuna en que el hijito duerme..., ¡ah, pero una joven que se ha mostrado tan generosa no envejecerá nunca! ¡Que la vida la premie y le multiplique todo lo que le ha dado! ¡Que reciba de la vida lo que más desee, de la misma manera que yo he recibido ya, gracias a su generosidad maravillosa, lo que más quiero en este mundo, es decir, a mí misino! [...]
¿No es esto acaso una repetición? ¿No he recibido duplicado todo lo que antes poseía? ¿No he vuelto a ser yo mismo de tal suerte que hoy puedo conocer doblemente el significado y valor inmensos de mi propia personalidad? ¿Y qué vale una repetición de todos los bienes materiales y terrenos, indiferentes para el espíritu, comparada con una repetición de los bienes espirituales? [...]
Pertenezco a la idea, exclusivamente a la idea. Cuando me hace una seña, me levanto inmediatamente y la sigo. Cuando me cita para un encuentro, la estoy esperando día y noche, siempre disponible. Porque nadie me llama a la hora de comer, ni nadie me espera a la hora de la cena. Cuando me llama la idea lo abandono todo, o, mejor dicho, no tengo ya nada que abandonar, ni dejo a nadie plantado, ni causo dolor y tristeza a nadie mostrando mi fidelidad a la idea, ni tampoco mi espíritu se entristece pensando que otra persona pueda sufrir por ello. [...]
Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo quedará entre nosotros. Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres para mí una colectividad, una multitud indiferenciada, sino un individuo particular. Estamos, pues, los dos solos, tú y yo. [...]
Entre todas estas fuerzas contrarias y contradictorias se produce un choque encarnizado en el que lo general se enfrenta y rompe con la excepción, pero de tal forma que termina reforzando las mismas posiciones de la excepción. Claro que si la excepción no sabe mantener la frente alta durante este choque tremendo y lucha con el mismo encarnizamiento que lo hace su enemigo, entonces lo general, su enemigo, no la ayudará a salir airosa y triunfante, de la misma manera que tampoco el cielo ayudará al pecador que no sepa aguantar a pie firme los dolores del arrepentimiento. [...] La excepción, mientras se piensa a sí misma, piensa también lo general; mientras se trabaja a sí misma, modelándose, trabaja también por lo general; y, explicándose a sí misma, explica lo general. La excepción, por tanto, explica lo general y se explica a sí misma. Tan verdadero es esto, que el que quiera estudiar a fondo lo general, no tiene más que contemplar una excepción justificada y legítima. Esta excepción esclarece todas las cosas mucho mejor que pueda hacerlo lo general. La excepción legítima se halla reconciliada con lo general. Es cierto que lo general, por su misma esencia, está destinado a luchar con la excepción, pero también es cierto, según dijimos, que siente predilección por ella, aunque no se la muestre hasta el momento en que la propia excepción lo obligue como a confesarlo. Si la excepción no tiene este poder, ello es prueba evidente de que no es legítima y, por consiguiente, lo general hace muy bien en no señalarse con nada especial antes de tiempo. Cuando el cielo ama a un pecador más que a noventa y nueve justos, esto no lo sabe el pecador desde el principio, ni muchísimo menos. Porque lo que el pecador percibe al iniciar su arrepentimiento es más bien la cólera terrible del cielo, hasta que al final, bien arrepentido, el pecador obliga en cierto modo al mismo cielo a que se pronuncie en su favor. [...]
El joven conserva esta emoción religiosa como un secreto inexplicable, el cual sin embargo le ayuda a explicar poéticamente la realidad. Explica lo general como la repetición y, no obstante, su idea de la misma no concuerda con esta explicación, ya que mientras la realidad se hace repetición, ésta permanece siendo para él la segunda potencia de su conciencia.
El muchacho, la cosa más natural en un poeta, llegó a enamorarse. Pero este enamoramiento suyo era, desde sus mismos puntos de vista, completamente ambiguo: feliz, desgraciado, cómico y trágico. En la perspectiva de la joven todo puede resultar cómico, ya que el joven sufría una marcada tendencia a la compasión y en este sentido sus sufrimientos no eran producidos por sus propios dolores íntimos, sino por las posibles penas de la amada. Ahora bien, si se equivocaba en este aspecto y su amada no sufría en realidad ni mucho ni poco, entonces lo cómico aparece en el primer plano. Por el contrario, si se fija en sus propios sufrimientos, por pequeños que fueran en comparación de los posibles de la amada, entonces domina lo trágico, como también era trágica, en otro sentido, toda su concepción ideal de la amada. Por esto mismo ha conservado casi hasta el final una imagen ideal de toda su historia amorosa, a la cual le ha dado las más variadas interpretaciones, pero siempre en el dominio de los sentimientos, puesto que desconoce por completo el de los hechos reales. Posee, por tanto, solamente hechos de conciencia o, dicho con mayor exactitud, no posee tampoco ningún hecho de conciencia, sino una elasticidad dialéctica que lo empuja a ser productivo en el orden puramente sentimental. Cuando esta actividad creadora alcanza el punto más alto, entonces parece que el joven es llevado en volandas, transportado por un inefable elemento religioso.
Tal era la dirección interior que el muchacho seguía en sus primeras cartas, particularmente en algunas de ellas. Es una dirección muy próxima a una orientación decidida de tipo religioso, pero en el mismo momento en que cesa ese estado de suspensión o vacilación fugitivas vuelve a recuperarse a sí mismo en su forma de vida anterior, es decir, en cuanto poeta, y lo religioso desaparece del horizonte y solamente permanece activo como un sustrato indefinible. [...]
Pero nuestro joven, como es típico y normal en el caso de un poeta, no llegó nunca a tener ideas claras sobre lo que había hecho, cabalmente porque siempre ha titubeado en enfocar su actuación atendiendo a los aspectos exteriores y visibles de la misma o, mejor dicho, porque ha pretendido siempre enfocarla exclusivamente bajo esos aspectos que no ofrecen nunca una perspectiva adecuada y una pista segura. El individuo religioso, por el contrario, se apoya en sí mismo y desprecia todos los garabatos infantiles de la realidad exterior y visible. [...]
Constantino Constantius.

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